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En la primera parte de la obra, asistimos a la vida del Andrés de dieciocho años, enamorado en secreto e incapaz de confesar a Brígida su enamoramiento. Las diferencias de clase, el grupo de amigos y los paisajes y lugares de la ciudad van conformando un relato evocador, que recuerda por momentos a Últimas tardes con Teresa, con un incisivo narrador en tercera persona que desgrana a conciencia la personalidad y el estado de ánimo de Andrés. El protagonista es obstinado, inteligente pero soberbio, exigente consigo mismo, frustrado. Quiere estudiar medicina, aunque lo que realmente se le da bien es el manejo del lenguaje. A lo largo de sus vagabundeos por la ciudad y al hilo de su obsesión por Brígida, van aflorando sus inseguridades, la conciencia resentida de su propia pobreza y el sentimiento de abandono. Siente que su madre apenas le conoce; su padre, a quien le unía un profundo vínculo, se marchó sin dar explicaciones. En la segunda parte asumen protagonismo la palabra su madre, a la que Andrés guarda un profundo rencor sin causa aparente, don Severino, un cura que fue su profesor y cumple el papel de preceptor y consejero, y varios de los amigos de la cuadrilla. A través de ellos, vemos cómo Andrés entra en un progresivo delirio que acaba con su huida de la ciudad, entre el despecho y la impotencia. La tercera parte se abre con una gran elipsis de cuarenta y tres años. Aquí, Andrés es el narrador en primera persona, de tal manera que accedemos, por fin, a la propia conciencia de quien ha vivido la historia. Se trata de un giro de la perspectiva perfecto para el momento conclusivo de la novela. Aunque no ha vuelto a verla, Andrés cree que nunca ha dejado de pensar en Brígida. Poco a poco, relata los grandes ejes que han sostenido y sostienen su vida: su mujer Eithne, su hijo Robbie, su labor como trabajador social… |
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