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En el poner los ojos en blanco de unos nietos demasiado jóvenes para reconocer que en el fondo es una suerte que su abuelo les pueda contar por quincuagésima vez una batallita de juventud podría yo reconocer a mi público cuando me pongo a hablar con anhelo y brillo en los ojos de lo que supuso para mí vivir en Venecia. Porque no podía yo haberme hecho adulta en un marco mejor. Y es que Venecia no es San Marco y Rialto. San Marco y Rialto son los flashes. Venecia es un sinfín de calles laberínticas y estrechas, de sotoporteghi oscuros y fachadas que se te vienen encima. Recuerdo como al poco de aterrizar, buscando una calle se me hizo de noche. En Venecia no hay un alma de noche. Pensé que me asaltarían a la vuelta de cualquier esquina. Pero en realidad es una ciudad muy segura. Tiene horario de parque de atracciones para su desgracia. Que no hay ni un alma de noche es literal, es el único sitio donde una mujer puede pasear sola de noche sin miedo. Aunque eso lo aprendí un poco después. La belleza canónica es Florencia. Venecia es otra belleza, decadente y sublime. Un juego de espejos y reflejos, que no solo afecta a las fachadas, sino también a sus isleños. Son duros los venecianos. Aunque cuando te das a conocer te acogen sin parangón. Venecia es ruidos sordos, bruma, humedad. Mi primera escalopendra. Un montón de ratas. Y tantos gatos. Los tramezzini. El ristretto. le ombre e i cicchetti. El agua. El Acqua Alta. Ir a la universidad en barca, o con botas de goma. Rehabitar los hospitales y residencias de los enfermos de la peste de siglos atrás. Las máscaras. El carnaval. Seguiría, pero me pondría pesada, y todavía no chocheo. Así que, en resumen, Venecia fue un cúmulo de recuerdos y vivencias, de experiencias, de imágenes y sonidos que no puedo (ni quiero) olvidar. A Joseph Brodsky le pasó igual con los diecisiete inviernos en los que vivió (en) Venecia. En Marca de agua recoge su cúmulo de recuerdos y vivencias, de experiencias, de imágenes y sonidos que él tampoco pudo (ni quiso) olvidar. |
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