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“𝔼𝕟 𝕞𝕚𝕥𝕒𝕕 𝕕𝕖 𝕦𝕟 𝕠𝕔𝕖́𝕒𝕟𝕠 𝕖𝕟 𝕔𝕒𝕝𝕞𝕒, 𝕟𝕠 𝕙𝕒𝕪 𝕝𝕦𝕘𝕒𝕣 𝕡𝕒𝕣𝕒 𝕝𝕠𝕤 𝕡𝕖𝕟𝕤𝕒𝕞𝕚𝕖𝕟𝕥𝕠𝕤. 𝕃𝕒 𝕓𝕖𝕝𝕝𝕖𝕫𝕒 𝕝𝕝𝕖𝕟𝕒 𝕥𝕒𝕟𝕥𝕠 𝕢𝕦𝕖 𝕖𝕤 𝕔𝕒𝕤𝕚 𝕤𝕠𝕗𝕠𝕔𝕒𝕟𝕥𝕖, 𝕔𝕒𝕡𝕒𝕫 𝕕𝕖 𝕡𝕠𝕟𝕖𝕣 𝕖𝕟 𝕤𝕦𝕤𝕡𝕖𝕟𝕤𝕠 𝕖𝕝 𝕔𝕠𝕣𝕒𝕫𝕠́𝕟”. El mar, siempre presente, el anhelo al amor perdido —de una madre, de una mujer— y la magia, arman los mimbres de esta novela ambientada en la postguerra española que nos habla de clubs de lectura, de independencia, de la libertad de ser uno mismo, de encontrar tu camino, sea el que sea, de faros, de trenes de madera de colores y de vino de lilas. A través del relato en primera persona de David, rescatado de sus diarios, de sus recuerdos de cuando era niño, pero contados con voz de adulto, asistimos a una historia que por veces me ha recordado mucho la narrativa de nuestro querido Ruiz Zafón. Encuadrada en el realismo mágico, más que en la fantasía, nos enseña cómo una mente infantil es capaz de recrear sus recuerdos del pasado para sobrevivir a este. Porque como dice uno de los personajes entrevistados por la periodista que va a ir tirando de los hilos de la vida del más joven navegante en dar la vuelta al mundo en solitario, “La memoria es en gran parte lo que somos. Y cuanto más tiempo transcurre esto se hace más visible y más certero. […] Hay mucha gente que sigue confundiendo memoria y pasado, y no son lo mismo. La memoria es lo que cuenta, lo que no es importante es el pasado”. |
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