La isla de los condenados de Stig Dagerman
No, claro que en la isla no había anochecer. Después del breve atardecer verde, la noche caía como un águila extenuada que se posa sobre la roca, y una negrura impenetrable lo cubría todo. En fin, a veces si uno quería pasear a toda costa, podía guiarse por las estrellas; dejaban caer a través del espacio columnas de luz diminutas y débiles, frágiles, sí, casi como una espiración; vacilantes y casi reacias a alcanzar su objetivo, realzaban con tenacidad y con amarga nitidez la cualidad de la negrura en tanto que noche, noche sin esperanza, noche eterna.
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