La isla de los condenados de Stig Dagerman
Purificadora e intensa, la tristeza se apoderaba de ella sin mixturas ahora que el lagarto habia muerto, y clara y cruel de un modo tan indiscutible que otra cosa era impensable. Y es que la tristeza pura es mayestática por su crueldad y en el breve espacio de tiempo del atardecer, ella experimentó cuáles eran sus fases necesarias: esa parálisis absurda y totalmente pasajera en la que uno cree que la verdad es evidente, pero en la que sabe el mínimo posible sobre ella, algo nos protesta por dentro y el corazón siente de pronto con una intensidad insufrible, como si estuviera fuera del cuerpo. Entonces brotan las primeras lágrimas sin que uno esté llorando todavía, sin querer llorar siquiera. Son de un tamaño insólito y están a demasiada temperatura para ser lágrimas, y si las probáramos comprobaríamos que, además, son mucho más salobres que las lágrimas interesadas. Esas lágrimas las están enjugando aún hoy, y luego todo queda en calma un instante, pero una calma tensa, acristalada. Es como si uno, en cualquier momento, pisara en hueco y cayera vertiginosamente.
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