¿Quién diablos eres? de Raquel de la Morena
—El amor… —también él vaciló antes de proseguir— es un sentimiento que, a mi modesto modo de entender, resulta de lo más efímero. Y si se basa en él a la hora de plantearse aceptar o no a un marido, bien podría verse lamentándolo el resto de su vida. En cambio, si tomara la decisión en base a un mutuo acuerdo de índole económica, al común interés de las familias, ¿no tendría esa entente una mayor probabilidad de éxito y por tanto de felicidad futura? Cuando el amor toma parte en la alianza, es mucho más fácil caer en la decepción —dijo lentamente, muy seguro de su discurso—. Si, como ha dado a entender la esposa de mi padre, el sobrino de su padrastro se ha dirigido a usted con la petición de hacerle cambiar su apellido al de Seymour, debería meditar con buen juicio su respuesta definitiva. —Eso plantea un inconveniente que no me creo capaz de superar. —¿Y cuál es? —preguntó Robert con curiosidad. —Tendría que aprender a hacer unas eses más bonitas —bromeó Jane—. Es una letra que siempre se me enreda al escribirla: se enrosca de una manera poco delicada, como una serpiente a punto de lanzarse sobre su desvalida presa —añadió antes de mitigar con su brazo el ataque de un ofidio. —Le estoy hablando en serio —se quejó Galloway. —Si prefiere que yo también adquiera un tono más grave, le diré que, por lo que entiendo, usted propone que me venda por una fortuna o un título, como han hecho otras antes que yo.(…) —No, solo le digo que debería contraer matrimonio para asegurarse un futuro bienestar —concretó él en tono de suave reproche. —Pues para disgusto de mi bien estar, señor Galloway, Jane Saymour no es un nombre que suene bien a mis oídos. |