La chica de fuego y espino de Rae Carson
Cuando despierto, tengo la espalda rígida como una piedra y mi estómago es un agujero que ruge de hambre. La oscuridad es impenetrable, por lo que deduzco que he dormido al menos hasta bien entrada la tarde, tal vez más. Con toda calma acerco mi hatillo y manipulo las ataduras, sorprendida de lo fácil que les resulta a mis dedos deshacer los nudos, y busco en el interior el paquete de cecina. La carne —tiras secas de cordero curadas con sal y endulzadas con miel— resulta reconfortante, por más que se me pegue a los dientes cuando arranco algunas fibras. Después echo un trago del pellejo del agua, preguntándome si debo conservarla y haciendo cálculos de cuánto tiempo aguantaré en este agujero. Hurgo en el hatillo para comprobar lo que me dejó Humberto. Otro paquete de comida, otro pellejo de agua, una vela, un cuchillo y la caja de yesca. Nunca encendí un fuego, si bien observé cómo lo hacían otros. No puede ser tan difícil.
|