El último hombre blanco de Nuria Labari
Cualquiera puede tener buenas ideas, pero lo que distingue a un buen profesional no será marcar la diferencia sino pensar como es debido (igual que el resto). Si un buen profesional se empeña en tener ideas propias, entonces deja la empresa y pone una start up. En ese caso, correrá más riesgos que el resto con una probabilidad de éxito mucho menor. Pero si su idea funciona, se hará rico. Cuando eso sucede, un buen profesional vende la idea que tanto amó para ganar aún más dinero. Con frecuencia, un buen profesional siente que su mundo es demasiado pequeño y su existencia banal. Entonces —cumplidos ya los cuarenta—, para ir al gym, empieza a usar camisetas con las palabras land o dream escritas en cursiva. Workload, workflow, road mad, framework, agile methodologies, scouting, funding, dailys, weeklys, calls, meetings, bio break (nadie va al váter en el trabajo porque el cuerpo humano se ha convertido en una bajeza), opportunities avenues, deliverables… Todos esos signos responden a las reglas de pensamiento que unifican el código: unidireccionalidad, síntesis, ceros y unos. Como si no existiera una inteligencia mayor que la predecible salvo, quizá, la artificial. Muy pronto estaremos convencidos de que todo lo importante puede pensarlo mejor una máquina. O en su lugar —si no hay más remedio— un buen profesional. Cuando caigan por fin los cuerpos, los buenos trabajadores se volverán invisibles del todo. Entonces serán más libres que nunca, no tendrán que pensar en nada, el espacio se ampliará tras sus pantallas y desaparecerán todos sus límites personales. Si a una persona le arrancas el cuerpo y las palabras, entonces el alma se le apaga lentamente, parpadeando como una pantalla en Windows 11 que se enfrenta a una aplicación incompatible. Creo que estoy a punto de desaparecer.
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