Himeko y otros cuentos lúgubres de Miguel Aguerralde
El encapuchado observaba en silencio, recibiendo estoico las todavía tímidas gotas de lluvia y acariciando cada poco a su caballo. Una vez que los cuervos abandonaron el cadáver, el jinete desenvainó su espada y con un tajo rápido cortó la soga.
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