Tempestades de acero de Ernst Jünger
Se alzó una cortina de llamas que fue seguida de un rugido súbito, nunca antes oído. Un trueno espantoso, que en su retumbar parecía engullir incluso los disparos de las piezas de máximo calibre, hizo temblar la tierra. El gigantesco aullido de exterminio de los innumerables cañones emplazados a nuestra espalda fue tan terrible que, en comparación con él, parecían juegos de niños incluso las más grandes batallas libradas hasta entonces. Lo que ni siquiera nos habíamos atrevido a esperar sucedió: la artillería enemiga permaneció muda; había sido abatida de un solo golpe gigantesco. No soportamos el continuar dentro de las galerías. De pie, al descubierto, contemplamos asombrados el muro de fuego, alto como una torre, que encima de las trincheras inglesas llameaba y que quedaba semioculto tras el velo de unas hirvientes nubes de color rojo sangre.
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