La Ley sobre peligrosidad y rehabilitación social no pretendía minimizar el peligro en las calles y, por supuesto, jamás rehabilitó socialmente a nadie. Las leyes, en aquellos momentos, se escribían y se reformaban para incluir en ellas a todos los que no llevaran collares de perlas, se arrodillaran frente al Altísimo los domingos y fiestas de guardar; a todos los que no ficharan cada día en una oficina. Eran los desheredados, los parias, los que querían ser libres, los que llenaban celdas de castigo y psiquiátricos en los que enfermos y sanos convivían hasta fusionarse como una única masa, bajo un mismo tratamiento y una misma condena: la de vivir siempre al margen para que la moral permaneciera intacta. Fueron muchos los que, a pesar de todo, se rebelaron. Lo pagaron caro. Maria Isabel murió calcinada en su celda sin que nadie hiciera nada por evitarlo. Ella, una mujer alta y bella, poderosa, escandalosa, quizá también algo loca, quedó reducida a cenizas sin haber alcanzado los treinta. Ese día sus compañeras se echaron a la calle, cerraron los clubs y se declararon en huelga. Las aceras se llenaron de las mujeres que las recorrían cada día en busca de hombres que ofrecieran sus carteras para que ellas pudieran seguir pecando. Pero ese día no se trabajó. Ese día algo cambió; aunque en realidad no cambiara nada. + Leer más |