La cocinera irlandesa de Mary Beth Keane
Todas las grandes casas de Nueva York eran iguales. Todas ellas estaban manejadas por mujeres que habrían tenido que nacer varón, cuya ocupación ideal habría sido la de clérigo; mujeres que iban a la agencia de empleo enfundadas en sus guantes blancos y miraban a su alrededor como si se encontraran en un burdel, como si se dispusieran a negociar los términos del contrato con la madame ante la mirada de las rameras que esperaban ser contratadas. Y entonces, una vez que se había llegado a un acuerdo, en vez de indicarle a la cocinera que se dirigiera a la cocina o a la lavandera que fuera a la lavandería, la señora de la casa procedía a dar un sermón sobre los valores del hogar cristiano.
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