Regreso a Howards End de E. M. Forster
Margaret saludó a su prometido con peculiar ternura aquella mañana. Aunque ya era un hombre maduro, ella le ayudaría a construir el arco iris, el puente que une en nuestro interior la prosa con la pasión. Sin ese puente somos fragmentos sin sentido, mitad monos, mitad bestias, piezas inconexas que no logran formar un hombre. Con el puente, nace el amor, brilla en su cenit, luminoso frente al gris, austero frente al fuego. Feliz el hombre que ve bajo los dos aspectos la belleza de estas alas desplegadas. Los caminos de su alma están libres y él y sus amigos encontrarán la ruta fácil. Si él era una fortaleza, ella era la cima de una montaña: todos podían hollarla, pero la nieve le hacía recuperar cada noche su virginidad. Desdeñosa de las apariencias heroicas, excitable en sus métodos, charlatana, episódica y chillona, había engañado a su prometido como había engañado a su tía. Henry había tomado su fecundidad de espíritu por debilidad; la suponía «tan inteligente como todos la creen, pero no más», sin comprender que ella penetraba en las profundidades de su alma y aprobaba lo que encontraba allí. Si la vida interior fuera suficiente, si lo fuera todo, la felicidad de ambos estaría asegurada. |