El sol y la mentira

¿de qué sirve llegar más lejos que nadie si luego no puedes disfrutar de ello?

He aprendido que merece la pena aprovechar los momentos de alegría, duren lo que duren.

Merece la pena aprovechar los momentos de alegría, duren lo que duren.

Nacemos solos, crecemos solos, brillamos solos.

Y aunque sé que he caído, que no podré volver a volar, al menos las tengo a ellas. Al menos sé que, después de todo, siempre habrá alguien que quiera salvarme cuando todo lo demás se hunda en el mar.

Cuando alguien a quien quieres se marcha, cuando de pronto miras a tu lado y ya no lo tienes ahí, al alcance de la mano, algo en ti se rompe. Pero también hay algo en ti que se debate. Algo que se niega a dejarlo ir. Que se niega a aceptar la realidad. Así que te aferras, te prohíbes pensarlo, te quedas muy quieto y te dices que eso no te está pasando a ti.

La distancia no hace que deje de pensar en ti o en tus labios o en la forma que tienes de mirarme. La distancia, si acaso, te trae a mí de las maneras más inesperadas, en sueños donde hasta mi subconsciente tiene la necesidad de emborracharse de ti y donde tocarte deja en la punta de mis dedos y sobre mis labios un cosquilleo que me acompaña durante la mayor parte del día.

Tienes que tenerle mucho cariño a alguien para aprender a vivir con el dolor que te provoca su recuerdo en vez de meterlo sin más en un archivo clasificado.

En realidad, ahora creo que el amor es más bien como flotar en el espacio, sin dirección, sin nada a lo que poder aferrarte. Es como un vacío por dentro, como haberte detenido al borde de un acantilado. Es caminar por la cuerda floja y sentirte libre y asustado a la vez, sin saber qué decisión te lanzará en caída libre, y si tus alas funcionarán o se desharán y te precipitarás hacia ese océano sin fondo. Da miedo y es excitante, y lo único que deseas es cerrar los ojos y dejar que pase lo que tenga que pasar.

Olvidar nunca es tan fácil como dejar que pase el tiempo.