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Crítica de Inquilinas_Netherfield


Inquilinas_Netherfield
26 August 2020
No me preguntéis cómo di con este libro, porque no lo recuerdo. Solo sé que cumplía las dos máximas que más me suelen llamar en la mesa de una librería: era un clásico y había estado inédito en castellano hasta el momento de esta edición. Encima no había oído hablar jamás de la autora, así que todas estas condiciones juntas para mí suelen ser compra segura. Y ahora me veo aquí, en la tesitura de hablaros de él, y resulta muy complicado porque todo lo que se cuenta en este relato es muy íntimo, muy personal y muy real; adolece de esa belleza que se disfruta desde fuera pero que resulta fácil mancillar si no se manipula con cuidado, y no dejo de preguntarme que quién soy yo para intentar diseccionar esa intimidad en palabras que en ningún caso le podrán hacer justicia.

Las imágenes que nos han llegado de Maria van Rysselberghe son retratos en su mayor parte pintados por su marido, el pintor belga Théo van Ryssselberghe. Maria amó a su esposo, pero también hubo un momento en el que amó profunda e intensamente al poeta Émile Verhaeren. Émile, también casado, era mayor que Théo, más maduro, pero pertenecían al mismo grupo de amigos. Por determinadas circunstancias Maria y Émile vivieron juntos, a solas, sin sus respectivas parejas, durante unas semanas en una casita junto al mar, y apenas unos dias en su mutua compañía sirvieron como ascuas para un fuego que ardió mientras ellos lo permitieron. Cuarenta años después de aquellas semanas, cuando todos los implicados han fallecido (Émile, su esposa, y el propio marido de Maria, Théo), y estos recuerdos íntimos no podían hacer daño a nadie, Maria habló sobre ellos, les brindó una existencia invisible hasta entonces. Aun así evita dar nombres reales, Émile se convierte en Hubert, y de este modo asistimos al amor entre Hubert y la narradora de esta historia.

Sabemos desde el principio que el amor entre Hubert y Maria es un amor condenado al fracaso, una relación extinta desde su nacimiento y que, sin embargo, está viva de principio a fin. Rezuma embriaguez de los sentidos y del intelecto, y un apasionamiento que a veces tiene mucho de mansedumbre en el caso de Maria. Hubert es el que marca el compás, el que lo inicia todo dando voz a lo que hasta ese momento solo eran sentimientos contenidos y horas compartidas junto a un libro, y el que, llegado, cierto momento, tiene que decidir si antepone la fidelidad a la infidelidad. Maria no se ve capaz de tomar ninguna de esas dos decisiones, pero las acata: no se resiste cuando la infidelidad es un hecho, ama a través de poemas y palabras, y no se humilla cuando hay que tomar una decisión que ninguno quiere tomar. Ambos afirman amar a sus cónyuges y no estar dispuestos a renunciar a ellos, pero al mismo tiempo no pueden evitar amarse como lo hacen, complementarse como lo hacen, sentir que una parte de ellos ha florecido gracias a lo que el otro ve en ellos. Así que, sabiendo que es una relación efímera, que jamás tendrá consistencia ni futuro fuera de esa casita junto a la duna, se entregan a ella en alma (sobre todo en alma) para hacer de esas semanas algo inolvidable.

El amor entre Hubert y Maria es un amor de paseos, de conversaciones, de frases robadas de libros. No es un amor consumado ni un amor físico... es la conjunción de dos almas gemelas que tejen su ternura y su pasión en torno a detalles e instantes prendidos en el día a día de una elegancia y sutileza exquisitas, tan ingrávidos que apenas seríamos conscientes de su existencia si no fuese porque ellos se empeñan en darles consistencia y dimensionalidad en voz alta. Porque así es la prosa de Maria: delicada, sutil y melancólica. Lo que cuenta es importante tanto para el lector como, sobre todo, para ella, pero el modo en que lo cuenta es lo que confiere a este relato el aura de lienzo semitrágico que lo impregna todo. Hace cuarenta años es como tener un cuadro frente a nosotros y poner un pie dentro de él, luego el otro y, una vez dentro, contemplar desde lo más profundo de sus pinceladas y gestos lo que se esconde detrás de esos dos enamorados que pasean del brazo junto al mar en colores ocres y azulados. Maria cuenta su historia, quizás no es la historia que muchos querrían leer, pero es la historia que fue y que no tuvo ninguna oportunidad de ser de otra manera.

Como lectora del siglo XXI no he dejado de sorprenderme durante toda la lectura por la libertad con la que al parecer vivieron aquellas semanas juntos. Estamos hablando de un hombre y una mujer, no solo no casados entre ellos sino casados con otras personas, viviendo a solas en una casa a finales del siglo XIX con la aparente connivencia y beneplácito de todo el mundo (sus correspondientes cónyuges, familiares que visitan, amigos que se pasan por allí...). Se les presupone una mentalidad abierta y bohemia, son todos artistas en sus respectivos campos, pero en cierto momento se da a entender que la esposa de Hubert sufre, sospecha... así que esa sensación de libertad en cierto modo se resquebraja y te preguntas qué circunstancias pudieron propiciar un momento así en sus vidas. Maria no da más explicaciones salvo que ella estaba allí y él necesitaba pasar tiempo junto al mar. Insuficiente desde el punto de vista histórico y social, pero más que suficiente para ella, cuyo interés al escribir estas páginas descansa, obviamente, en otras cosas.

Ya os lo decía en el primer párrafo, Hace cuarenta años respira intimidad, las entrañas del nacimiento de un amor en la cotidianidad de dos personas que viven juntas y aisladas cuando ese amor comienza a respirar. No se sustenta en encuentros fruto de la separación, en momentos arrebatados fruto de la contención, en gestos robados a la vista de la gente... Ambos se saludan en el desayuno, salen a pasear, se buscan a través de los ventanales cuando uno de ellos tiene que ausentarse, se retiran después de la cena y se declaran su amor buscando las palabras exactas en las cartas de Flaubert o los versos de Baudelaire... y entonces da comienzo un nuevo día. Maria van Rysselberghe evitó a toda costa otorgarle un tono superfluo, ampuloso y grandilocuente a algo que para ello significó tanto, y el lector que se acerque a este relato no debe buscarlo. A este lienzo hay que acercarse con respeto, porque Maria nos abre las puertas de su corazón sin diques que la protejan, y con cariño, porque sus protagonistas lo hacen lo mejor que pueden sabiendo que todo tiene un fin. Ellos se empeñaron en ser felices durante aquellas semanas, y debieron conseguirlo, porque cuarenta años después, Maria fue capaz de evocarlas con una precisión admirable.
Enlace: https://inquilinasnetherfiel..
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