Cualquiera que sea el régimen en vigor, incluso el más progresista, no puede ser, bajo ningún concepto, revolucionario, pues aspira a mantenerse, no a caer... [...]. Ningún Estado en el mundo, por su propia naturaleza, puede ser revolucionario. Por otra parte, toda revolución es siempre justa, pues aspira a restablecer una justicia pisoteada que, a pesar de todo, nunca se restablecerá; por cierto tiempo, el bastón cambiará de mano, y eso está bien: el torturado tomará aliento, el verdugo sentirá los golpes en su cuerpo y luego, de nuevo, se invertirán los papeles, etc.