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Crítica de casadarebolta


casadarebolta
10 September 2021
Algo similar a lo que me ocurrió con Las Horas, pero unos diez años antes, la única película de Martin Scorsese que me ha gustado realmente, La Edad de la Inocencia me llevó a leer la novela del mismo título, escrita por Edith Wharton (1862-1937).



Incisiva, de una narrativa fluida que nunca se hace pesada, la novela narra las vicisitudes de un hombre atrapado entre su apática adherencia a las convenciones sociales y sus deseos íntimos, y dos mujeres: una que lucha en vano por traspasar los límites de una libertad tan estrecha como el corsé que la moda le impone y la otra, cándida al menos en apariencia, que representa todo lo bueno y todo lo malo de la sociedad neoyorquina de finales del siglo XIX. Estos atípicos protagonistas viven un destino tejido en la ciudad de Nueva York, laberíntica, difícil, llena de estuarios y baches, impertérrita ante el dolor, los vicios o las virtudes de quienes la habitan.

Mucho se ha dicho de esta historia: irónica, aristocrática, sensible pero no demasiado, astuta y dura. Y es cierto. Disfrazado entre las buenas maneras, el encanto más WASP, los encajes y sedas y armiños, los salones bellamente decorados y los platos más elaborados, La Edad de la Inocencia representa un drama interno lleno de quiebros, que no deja sitio para la ternura innecesaria ni respiro para Newland Archer o la condesa Olenska, que navegan inocentemente en un océano de intrigas a sotto voce, de destinos cruelmente marcados por las convenciones sociales y aceptadas por todos, Newland incluido; donde el nombre, la familia, el aspecto exterior significa mucho más, mucho más que la búsqueda de la felicidad, propia y ajena, y cuya continuidad sólo la garantiza la posesión de dinero, único requisito que finalmente se requiere para participar de ese juego de engaños que sofoca a sus protagonistas.



Es, y quizá sea el motivo por el que la historia me atrajo más, la representación de tres formas de ver la vida distintas pero complementarias, y el retrato de una vida que nosotros, los seres humanos, hacemos vil y dañina, sin ser plenamente conscientes de que todo pasa, todo, incluido nosotros mismos, o sobre todo nosotros mismos. Newland, que dentro de su modorra existencia encuentra una razón para sentir, soñar y vivir que rompe los cimientos de una existencia que debía seguir una línea determinada, una tranquila travesía por los años que pasan sin estridencias o sorpresas desagradables. May, la representante de la sociedad, la responsable de que el mundo siga siendo lo que es, encarna lo más sórdido de esas reglas del juego, calladas normas que se aceptan sin pensar, tal como en la actualidad la sociedad norteamericana (una inmensa parte de ella, de cualquier forma) se adhiere a las normas abyectas y caducas de religiones muertas para el siglo en el que vivimos. May, candorosa, esconde en esa serenidad, en esa constante reafirmación de su inferioridad, el verdadero poder, la fuerza que se sabe apoyada de antemano por todos los seres que, como ella, la anteceden o le sucederán en un futuro. En contra de lo que pudiera parecer, May no es un personaje sórdido: es el fruto de su sociedad, del mismo modo que Newland lo es de su tiempo. Pero lo que los diferenciará para siempre es que, en Newland, siempre ha latido esa ansia de apertura, ese tibio furor que le indica que, a pesar de todo, la vida es más brillante, más irresponsable, más diferente de lo que nunca hubo podido ver en los estrechos límites de la aristocracia nativa. Y en May esas dudas nunca se producen, porque su naturaleza inmovilista no se lo permite; su natural tendencia al no-cambio, al apoyo en el cómodo colchón social, no generan en ella el mínimo interrogante, no prende en ella ningún ánimo revolucionario. Sentiríamos más pena por May, viéndola con nuestros ojos dos siglos después, si no supiéramos que esa supuesta inocencia o esa falta de estímulo esconde el fervoroso inmovilismo, el alienante ahogo por lo distinto, por lo diferente, por lo que puede alterar un satus quo absurdo pero muy real, que la lleva a actuar, siempre en la sombra eso sí, de la manera más egoísta posible, y por eso mismo más cruel. Es el personaje más ciego de los tres protagonistas, y el más oscuro también, porque se encuentra ahogada en convencionalismos, en rígidas normas, en lo que debe ser y lo que otros han soñado para ella que debe ser, que lo acepta sin preguntas y, más aún, lo perpetúa simplemente porque así debe ser. Y lo defiende, con todas las armas posibles, frente a cualquier elemento desestabilizador que la perturbe. Y finalmente Ellen, la condesa Olenska, la distinta, de turbulenta vida marital, alejada de la sociedad nativa, que trae consigo los aires de cambio, las esperanzas y las nuevas locuras de, vaya paradoja, el viejo continente. Es el personaje realmente inocente de los tres protagonistas: cree que la sociedad la va a tratar como una más, aunque sus diferencias sean tan estridentes; confía en su corazón; confía en Newland (quizá el único ser que no la decepciona en realidad); y en su familia, sin saber que es la primera en darle la espalda y en tejer el juego de intrigas que la obligará a exiliarse nuevamente, esta vez para siempre.

Es una historia de amor a tres bandas; de desesperanza; de batallas perdidas, y de un amor imposible; de querer lo que no tenemos, o de anhelarlo porque lo que nos rodea no nos es suficiente; de renuncias, de lo difícil que resulta aceptar las consecuencias de nuestras decisiones; y finalmente de una aceptación callada, que nos lleva a navegar por el río de la vida con la errónea impresión que todo lo que ha pasado le ha ocurrido a otra persona.



Pero lo maravilloso de esta historia, y de la magnífica película de Martin Scorsese (remarcada por la espléndida banda sonora de Elmer Bernstein), es el retrato de la crueldad humana, mucho mayor al provenir de una sociedad supuestamente educada, y de lo actual de su trama. Y no me refiero aquí a los convencionalismos sociales; a la represión de una educación errónea; a la renuncia a la felicidad; sino a la eterna dificultad de la sociedad humana por aceptar lo que es distinto de sí misma; a la crueldad con que no asume lo que difiere de sus principios, principios absurdos cimentados sobre el barro de la siempre breve existencia del hombre. Aún hoy, a pesar de la facilidad con la que podemos gritar nuestras frustraciones (algo impensable en ese tiempo), todas persisten, todas sufren la misma lucha, la misma humillación y las mismas derrotas. El día en que la sociedad arranque el fundamentalismo de raíz, la existencia de seres que buscan la aceptación y su libertad, como la condesa Olenska, tendrá sentido; y la tibieza de seres como Newland Archer llegará a la ebullición libre de temores infundados e impuestos desde dentro; y la existencia de personajes como May, anclados en su propia comodidad y deseosos de mantenerla pese a todo, ya no tendrá cabida en una sociedad de verdad liberada de normas absurdas, ya caducas, sin etiquetas ni marcas, y cuyos únicos límites vendrán ajustados por la sensatez y una sensación real de hacer el bien por los demás.

La Edad de la Inocencia es un libro fascinante en ese aspecto, y muy actual, cargado de una simbología que aún hoy, dos siglos después, resuena con un eco propio en nuestro día a día.
Enlace: https://juanramonvillanueva...
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