Ya sabes que el ignorante afirma mientras el sabio duda y reflexiona.
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Ya sabes que el ignorante afirma mientras el sabio duda y reflexiona.
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-A xente do mar coñece o risco, (...) Todos saben que poden morrer calquera dia. O desasosego non o produce a morte, prodúceo o non ter corpo que enterrar. Cando un barco afunde e os afogados non saen á superficie, as familias quedan en terra chorando pantasmas.
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Volvió a tener la impresión de que estaba pasando por alto algún detalle importante. No podía identificarlo, pero una pequeña lucecita brillaba en su interior susurrándole que alguna pieza no encajaba en aquel puzzle. Conocía aquella sensación y se fiaba de su instinto. Estaba seguro de que, por pequeño que fuera, lo que ahora se escondía en algún rincón de su cabeza terminaría por mostrarse de un modo repentino más tarde o más temprano
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Pero Caldas buscó instintivamente el paquete de tabaco que guardaba en el bolsillo. Alba solía reprocharle su costumbre de encender un cigarrillo al entablar una conversación, que se protegiese de su timidez tras un escudo de humo.
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—Qué gusto da encontrar gente amable —agregó Rafael Estévez guiñando un ojo a la chica, quien le devolvió la sonrisa al levantarse a recoger las páginas impresas. Leo Caldas no reconocí a su ayudante en aquel adulador de mirada beatífica. Pensaba que una inclinación natural a la barbarie le mantenía apartado de los caminos del amor. —¿Rafa, intentas ligar? —le preguntó en voz baja. Estévez aproximó sus labios al oído de su superior. —Ahora comprendo que haya llegado tan pronto a inspector —susurró—. Es usted un lince. Caldas no le contestó. Su absurda pregunta tenía bien merecida la respuesta burlona de Estévez. |
(…) No sé qué coño me verán los perros que siempre vienen a tocarme las pelotas —añadió—. Puedo estar en medio de una manifestación, que como haya un chucho suelto seguro que se acerca a mí. —Pues no será por cómo los tratas —musitó Leo Caldas. Cuando se puso en pie, el perrillo volvió a cargar contra los zapatos del agente. —¿Ve a qué me refiero, inspector, cómo no le voy a dar patadas? |
Leo Caldas sacó del bolsillo de su chaqueta el retrato que había tomado del dormitorio de Reigosa. Volvió a tener la impresión de que estaba pasando por alto algún detalle importante. No podía identificarlo, pero una pequeña lucecita brillaba en su interior susurrándole que alguna pieza no encajaba en aquel puzle. Conocía aquella sensación y se fiaba de su instinto. Estaba seguro de que, por pequeño que fuera, lo que ahora se escondía en algún rincón de su cabeza terminaría por mostrarse de un modo repentino más tarde o más temprano.
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Rafael Estévez había recalado en Galicia pocos meses atrás. Su traslado se debía, según se rumoreaba en comisaría, a un castigo que alguien le había impuesto en su Zaragoza natal. El agente había aceptado sin especial desagrado trabajar en Vigo, aunque había algunas cosas a las que le estaba costando más tiempo del previsto acostumbrarse. Unaa era lo impredecible del clima, en variación constante, otra la continua pendiente de las calles de la ciudad, la tercer era la ambigüedad. En la recia mente aragonesa de Rafael Estévez las cosas eran o no eran, se hacían o se dejaban de hacer, y le suponía un considerable esfuerzo desentrañar las expresiones cargadas de vaguedades de sus nuevos conciudadanos.
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Los niños perseguían palomas por los jardines bajo la vigilancia atenta de sus madres, que hablaban en corro, y de los pájaros, que esperaban a tenerlos cerca para alzar el vuelo.
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Bienvenido sea el dolor si es causa de arrepentimiento.
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10 negritos