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Crítica de Guille63


Guille63
09 March 2023
“Qué manía tan mezquina ésta de los mortales de aferrarse como garrapatas a la vida, a contracorriente de nuestra profunda esencia.”

¿Se imaginan a un Thomas Bernhard en cuyo vocabulario abundaran los hijueputas, pendejos, carajos o dizques? Pues aquí lo tienen, se llama Fernando Vallejo.

Vallejo le tira a todo, y lo hace a bocajarro, sin contemplaciones, con un impudor que sobrecoge, le tira a su madre, “La loca” (“era el filo del cuchillo, el negror de lo negro, el ojo del huracán, la encarnación de DiosDiablo”), a su hermano menor, “El Gran Güevón” (“Todos los genes responsables de la imbecilidad rabiosa se habían dado en él sin atenuantes”), a España (“país de cagatintas, masa cerril, arrodillada, que fuiste capaz de gritar un día: «¡Vivan las cadenas!»”, por lo que me toca, vergonzoso, pero cierto), a Colombia, a Dios (“¡Cuál Dios, cuál patria! ¿Pendejos! Dios no existe y si existe es un cerdo y Colombia un matadero”) y con mucha saña a su representante en la tierra, Wojtyla, también llamado Juan Pablo II (“esta alimaña, gusano blanco viscoso, tortuoso, engañoso”), a las madres por tener hijos (“¡Ay, que dizque si no los tienen no se realizan como mujeres! ¿Y por qué mejor no componen una ópera y se realizan como compositoras?”), a los padres por el mismo motivo (“…padre que muere antes que el hijo muere impune. Ha de morir después de él para que sufra y lo entierre, para que pague, aunque sea en mínima parte, el delito sin nombre que cometió”), a todos (“En todo niño hay en potencia un hombre, un ser malvado. El hombre nace malo y la sociedad lo empeora”), un elocuente vómito, un grito impotente contra lo irremediable, “un ventarrón del campo que va por el terregal sin ton ni son ni rumbo levantando tierra y polvo y ahuyentando pollos”… en fin, una pesadumbre insoportable por lo que es esta vida.

“La vida es un sida. Si no miren a los viejos: débiles, enclenques, inmunosuprimidos, con manchas por todo el cuerpo y pelos en las orejas que les crecen y les crecen mientras se les encoge el pipí. Si eso no es sida entonces yo no sé qué es.”

Fernando vuelve a Medellín para acompañar a su hermano Darío que malvive sus últimos días víctima del sida (son los dos niños angelicales que aparecen en la portada del libro).

“Así, libre de sí mismo, al borde del desbarrancadero de la muerte por el que no mucho después se habría de despeñar, pasó los que fueron sus únicos días de paz desde su lejana infancia.”

Afronta la muerte de su hermano recordando otras anteriores en un ejercicio conscientemente inútil de exorcizarla, LA MUERTE, “extinguidora de odios y de amores”.

“¡Al diablo con los muertos queridos, no dejan vivir! Me llaman sin parar desde la tumba.”

Un exabrupto entre la contradicción que supone su anhelo de descargar recuerdos, “una carga necia… un fardo estúpido”, y el homenaje a unas vidas queridas, a la lucha contra su olvido, en el pensamiento de que “Si los ríos pasan la palabra queda”.

“—¿Qué habrá después de la muerte, m'hijo? —me preguntó. —Nada, papi —le contesté—. Uno no es más que unos recuerdos que se comen los gusanos. Cuando vos te murás seguirás viviendo en mí que te quiero, en mi recuerdo doloroso, y después cuando yo a mi vez me muera, desaparecerás para siempre. —¿Y Dios? —No existe. Y si no, mira en torno, por todas partes el dolor, el horror, el hombre y los animales matándose unos a otros. ¡Qué va a existir ese asqueroso!”

Un lamento lleno de rabia que se burla de esa misma rabia baldía. En esta lucha entre lo trágico y lo patético, en esa lucha entre la vida y la muerte, el autor parece irse quedando sin fuerzas y la novela flojea en el último tercio, o yo me sacio de tanto gruñido. Tentado estuve por ello de quitarle una estrellita, pero entre el entusiasmo inicial y que la novela remonta en el tramo final decidí que bien merecía todo mi apoyo.

“La vida es así, no nos deja sino cicatrices.”
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