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Cierro las páginas de ‘La azotea' y pienso en lo desapacible que ha sido el día de hoy. Me ha removido por dentro porque, al igual que Clara, hay cosas que no saben a partir de qué momento se tuercen para siempre. Clara es una mujer que vive atrincherada en su casa con su padre, su hija y un canario. En un principio, su padre se resiste a esa desconexión del exterior pero finalmente asume su destino. Su hija, cuyo nombre Flor viene a demostrarnos que en ella si hay esperanza, quiere salir afuera a ver los “pajaditos”. Pero fuera acechan cosas terribles. Dice Fernanda que “escribir es como rasparse las rodillas durante una peregrinación”. El hecho de imaginarnos que tenemos que sobrevivir, luchar, batallar e imponernos a un peligro inminente, incluso si ese riesgo no es del todo real, ¿hace que la incertidumbre sea menos verdadera? ¿Son las sensaciones, lo intangible, un artefacto a la hora de enfrentar nuestros miedos? Fernanda Trías no responde a ninguna de estas preguntas. Tampoco nos cuenta con todo lujo de detalles lo que acontece en ese apartamento. Pero es que no hace falta, porque, de nuevo, son las sensaciones, el silencio, las que nos llevan a un vacío inexorable. Confieso que tuve que parar la lectura varias veces, como si estuviera conteniendo la respiración debajo de una piscina. Sus capítulos son cortos pero muy angustiantes por lo que hice muchas pausas. Hay una calma tan inhóspita que da pavor. Cuando en realidad suceden mil cosas. Lo mejor de la novela es todo aquello que Clara calla, los hechos que obvia. |
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