Se trataba de un piso destartalado y decrépito, frente a Galerías Preciados, alquilado por Espeja el muerto a su dueño en 1929, y mantenido por su heredero con la misma renta y una falta de higiene que no hacía sino ir en aumento, en pro de la solera. Doce balcones a la calle, suelos de madera gastados por los remordimientos generales, un lor difuso a lejía y a vinagre, más de diecisiete habitaciones y aposentos ocupados en su totalidad por mesas en las que ya no se sentaba nadie y estanterías en las que dormían unos miles de ejemplares, algunos de hacía cuarenta años, llenos de polvo, testigos cabales de la historia de la empresa familiar y de la decadencia de la raza española. Lo peor de lo peor para los prestigios sólidos y modernos: casticismo puro.