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“Se quedó escuchando hasta que no alcanzó a oír el extraño goteo que venía de las profundidades del pozo, solo la música que este le regalaba. Atravesó su piel, se instaló en su interior, aquella música procedía del silencio y de la penumbra y comenzó a brillar. Se quedó sentada con la boca abierta y la mirada perdida, sumergida en una dulzura más allá de toda comprensión.” ... Cuando pienso en esta novela me vienen a la cabeza distintos sonidos. El de los pájaros, el de la risa de una madre, el de las hojas de los árboles, el de la lluvia y, a la cabeza de todos ellos, el sonido del silencio. Cada instante relevante de la obra está envuelto en él, ya sea en un llanto, en un jardín, o en la soledad de una habitación. Siempre silencio: nocturno, desafiante, solitario, miedoso. Ensordecedor. Unas veces es el silencio de los que se encuentran alrededor de la protagonista, Herdis, una niña que vive la separación de sus padres y que busca constantemente su cariño sin encontrarlo del todo. Otras es otro silencio, uno que crece en la propia Herdis. Este silencio es terapéutico, tranquilizador, y le sirve para encontrar su voz interior: una música que surge de sí misma y de la contemplación de la naturaleza que la rodea. Entre tantos silencios, Herdis va al colegio, pasea, oye hablar de la guerra. Escucha a los adultos, interpreta. Deja atrás, poco a poco, su infancia. Cambia. Sus vivencias nos llegan a través de una prosa evocadora, de sensaciones, muy simbólica y personal, que nos lleva a un final que descoloca, que aturde casi. Puede que la historia de Herdis sea la de muchas niñas que crecen teniéndose solo a sí mismas. Que se sienten distintas. Que a veces callan y otras veces mienten, aunque en muchas ocasiones las dos cosas sean casi lo mismo. |
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