El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes

Cuando un libro es tan bonito ya desde su portada, las expectativas comienzan a golpear el techo invisible desde el momento en que lo tienes entre tus manos. La belleza, en este caso, duele, no es solo rugosa al tacto sino incluso también en la tráquea.

Resulta complicado hablar de un libro del que ya se ha dicho tanto, pero cuando abarca temas tan íntimos como el odio visceral, el rencor y el perdón, acaba siendo sencillo recoger el discurso de la autora para incorporarlo al propio. Dar una nueva oportunidad, ver el mundo y al otro con otros ojos, o más bien, mirar a través de los ojos de aquel y verlo como lo que es, un simple humano que también tiene sus motivos para sufrir.

La enfermedad puede ser el punto de no retorno desde el que plantearse la manera de enfocar (los ojos, siempre los ojos) la vida y la muerte. La historia de Aleksy y su madre es como tantas otras historias suspendidas en las que el desconocimiento del otro impide observarse desde el amor que se presupone entre una madre y un hijo. Un verano es el marco donde transcurre esta segunda oportunidad. Unos ojos verdes serán el nexo entre el terror y la fragilidad de lo que no puede recuperarse.

Entre el presente y el pasado, Aleksy va recuperando los fragmentos que le han llevado a ser quien es. El verano que toca a su fin viene acompañado de una fractura, y esta novela representa perfectamente ese crujido que va más allá del alma.

Siento que me quedo corta en lo que podría decir, pero si la leéis veréis que es necesario que las últimas palabras sean estas.




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