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Crítica de Guille63


Guille63
17 March 2023
“¿Y de qué otro modo podían vivir ellos, los expulsados, los oprimidos por una eterna persecución, sino gracias a esa eterna espera de la redención?”

Sin conocer a fondo su idiosincrasia y ateniéndome únicamente a lo cuenta Zweig, el pueblo judío se me aparece aquí como un ente al servicio de su dolor, idealizándolo, cuidándolo, alimentándolo, para intentar apaciguarlo después, sin intentar ni pretender nunca acabar con él, con una esperanza compartida. Una esperanza que, por tanto, hay que mantener a toda costa, aunque para ello haya que retorcer la realidad hasta límites inverosímiles.

“No querían sentir sino pesar en este día, el más oscuro, y, así, recordar, además de su propio exilio y vejación, la aflicción y la congoja de los muertos; se repetían unos a otros con palabras todo el penoso destino de su pueblo y los sufrimientos del pasado… Y sabían que esta aflicción y estos lamentos por el destierro común constituían su sola unidad en la Tierra.”

Estamos en el siglo V d.c., su Dios hace muchos años que no se comunica directamente con ellos, pero están convencidos de que les sigue enviando señales, aunque su objetivo y su mensaje nunca sea claro y esté sujeto a interpretaciones nunca definitivas. Una de esas señales fue interpretada como un mandato para restituir la Menorá, el candelabro sagrado, a su lugar santo, con la perspectiva de que ello pudiera constituir el inicio de un renacido encuentro con Dios y el fin de su penosa vida errante.

“…quizá sea éste el sentido de nuestro eterno vagar por la Tierra, a saber, que lo sagrado nos es incluso más sagrado con la distancia y nuestro corazón se vuelve más humilde por el exceso de tribulaciones…”

Después de que Nabucodonosor lo robara por primera vez allá por el siglo VI a.c y tras varios cambios de mano por otros tantos saqueos, nadie sabe si el candelabro existe ni dónde se encuentra, aunque nunca se ha perdido la esperanza ni se ha mitigado el dolor por ello, la amalgama perfecta que mantiene al pueblo vivo y unido. Así se crean las leyendas, así se crea esta que nos cuenta Zweig (el subtítulo de la obra es precisamente ese, “Una leyenda”), una historia que permite mantener el anhelo de encontrar el candelabro sagrado, cumplir el mandato divino y hallar la redención. Una historia que nos enseña que con la suficiente astucia y falta de escrúpulos una derrota puede llegar a convertirse en una gran victoria, mayor cuanto más crean saber y menos sepan los propios derrotados.

“Porque la oración es prodigiosa: aturde el miedo con grandes promesas, adormece el horror de las almas con salmodias, con el murmullo de sus alas levanta hacia Dios los corazones apesadumbrados; por ello, es bueno rezar en la necesidad, y aún mejor rezar en común, pues todo lo pesado se vuelve ligero cuando se lleva entre muchos, y todo lo bueno se vuelve mejor si se hace en compañía.”

Zweig muestra toda su maestría nuevamente en esta narración y lo hace sin flaquear un momento desde las alturas a las que nos eleva desde su inicio. La imagen con la que culmina la primera escena, toda ella brillante, parece sacada de un capítulo de Juego de Tronos: un león rugiendo en medio de la arena de un circo ya vacío pero aun repleto de numerosos cuerpos abatidos por la avalancha que causó el rumor de que habían sido invadidos por los vándalos. La segunda escena no le va a la zaga, la ciudad de Roma, sin apenas protección, cerradas sus puertas, espera aterrada la llegada de los invasores tras haber dado muerte a los ricos y nobles que se apresuraban a huir con sus riquezas, así como al propio emperador Máximo, mientras “en la pantalla azul de cielo la luna tendía, como todas las noches, su cuerno de plata”.
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