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Mary Shelley es la madre de todo el género de ciencia ficción con este libro que, a pesar de todo, brilla por su sensibilidad, su ingenio y su profundidad para tratar los rincones más oscuros del alma humana. Ojalá existiera solo en una versión suya, sin las correcciones y los añadidos que hizo su marido, Percy. En la edición de Cátedra, se puede ver pormenorizadamente algunas incursiones de Percy en la obra en las que queda claro que no hace más que estorbar el transcurso natural de la trama y añadir tonos panfletarios y pseudo-existencialistas que su mujer no hace sino insinuar de manera magistral a través de unos personajes, acciones y conversaciones que, en manos de la obsesión de Percy en simplificarlo todo en un arquetipo, no hacen más que caer en clichés. La obra por eso a veces parece escrita a trompicones, con trozos claros y limpios en cuanto a lo orgánico de los sentires de los personajes y la evolución de los acontecimientos. Sin embargo, la obra luce porque la idea que tuvo Mary Shelley fue tan original e inteligente que marcó para siempre el transcurso de la literatura y ni el patriarcal deseo de Percy de dejar huella en ella evitó que fuese en conjunto una obra que traspasa y deja huella en quién lo lee, abierta a interrogantes profundos que la vida en su totalidad tiene, al fin y al cabo, que contestar. Todas las personas amantes de la ciencia ficción le deben a Mary Shelley leer esta obra y, quizá, jugar a imaginar como hubiera sido si la hubiesen dejado escribir en paz. El monstruo que crea Frankestein nos pone ante el espejo la imagen de nuestras más deplorables capacidades y deseos, nos recuerda quiénes somos, quiénes somos todavía. Todavía está por hacer una película que le haga justicia a este libro. |
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