La última canción de primavera

En ocasiones pensaba que tal vez aquel hombre ya no existía, pero más tarde, buscando en su rostro las huellas que había dejado el tiempo, se daba cuenta de que no había cambiado tanto, de que solo se había olvidado de aquella persona en que un día fue.

Allí solos, perdidos en mitad de las interminables calles vacías de Tokio, ambos parecían dos satélites sin rumbo dando vueltas incesantemente en el abismo más infinito. Atraídos por algún viejo planeta desconocido y remoto. Olvidados, aunque unidos en la abrumadora y densa soledad del espacio.

Lo más importante es dejar huella, ¿sabes? Todos los que estamos vivos tarde o temprano dejaremos de estarlo, así que solo importará lo que hayamos hecho durante nuestra vida. Si te dedicas a pagar el alquiler y a golpear el teclado del ordenador en una oficina durante todo el día, ¿quién te va a recordar cuando tus hijos y tus nietos no estén?

Supongo que de un modo u otro el amor termina destrozándonos a todos.

En conjunto, formaban una simbiosis extraordinaria y peculiar que engullía el resto del mundo que les rodeaba. Desde los árboles que hundían sus raíces en la tierra bañada de arena hasta los barcos mecidos por el primer viento de primavera.

Para ella ese era el peor tipo de soledad que conocía: estar junto a alguien a quien amas y sentirte sola y distante.

Entonces se dormía casi sin quererlo y, de forma automática, como por accidente, caía en un sueño voraz y denso que la arrastraba lejos de su mundo y de todos los mundos posibles.

Aquellas lágrimas provenían de un lugar remoto de su corazón que ni ella misma conocía.

Quizás por eso decidió leer todos los libros que se cruzaban en su camino, porque su existencia era menos dolorosa si podía vivir la vida de otros.

A fin de cuentas, y aunque ella no lo supiese, él era capaz de transgredir la melancolía que se adhería a cada hueso de su cuerpo de una forma casi despiadada.