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“Escribo de lo que me duele” Marta Sanz es una mujer blanca, española, feminista y de izquierdas, heterosexual, urbana, de clase media y extracción proletaria que escribió esta novela no hace mucho tiempo y desde los casi 50 años de edad. Marta Sanz ha escrito un libro que, de haber tenido la suerte de poseer su capacidad, yo hubiese deseado escribir, quizás hasta necesitado escribir confiando, como ella, en el poder catártico de la escritura. Obviamente, no sería el mismo libro, no soy Marta Sanz, ni siquiera soy mujer (todo lo demás lo comparto), pero hubiese sido bastante parecido. 'C'est dans l'air du temps'… et avec moi. “No es mi vida la que me hace infeliz. Es la oscuridad de mi cuerpo.” Comparto con ella, o con la Marta Sanz de la novela, “el gen de la infelicidad aunque lo tengamos todo para ser felices”; comparto con ella la incapacidad para afrontar los problemas; comparto con ella el odio hacia “la naturaleza y lo inexorable” y el no saber vivir; comparto con ella un dolor físico sin causa conocida; comparto su duda sobre si el problema es genético o ambiental (“Materia o historia. Las dos grandes palabras en triste conjunción”). “Soy una mujer de éxito llena de tristeza… He tenido mucha suerte. Me han querido tanto. No sé ganar. Ni perder.” Lo comparto, género aparte, y también comparto su miedo a que este dolor me cambie o intensifique mis defectos, constatar en los otros el agriamiento de mi carácter; comparto su presentimiento de que la causa pudiera ser “el presagio de una pérdida”, aunque a esa pérdida no le pueda, como ella hace, ponerle nombres tales como padres, marido, trabajo, sino que es una amenaza inconcreta pero que bien pudiera deberse a la velocidad con la que se aleja mi mundo, el mundo en el que nací y crecí (“Elvira me pone un wasap elegíaco: «¡Ha cerrado el Comercial!”) y el miedo al mundo que está apareciendo; comparto su grito: “Yo quiero que me quiten un dolor. Que me ayuden a localizarlo. Que me extirpen del corazón el ansia poniéndole un nombre y un remedio.” No comparto su hipocondría ni, quizás por ello, su miedo a la muerte, el mío es más un miedo a la vejez, tanto en lo que implica de deterioro y posible invalidez como de alejamiento de la juventud con todo lo que ello conlleva. Por eso no puedo compartir ese encanto que le va encontrando a las venas que le empiezan a aparecer y que antes estaban a cubierto de la carne, ni tampoco comparto su deseo de poder olvidarse del cuerpo “Para lo bueno y para lo malo”, yo solo quiero olvidarlo para lo malo, aborrezco tener que olvidarlo para lo bueno. “Me voy a morir y no voy a poder disfrutar de todas las cosas buenas que me están pasando. Me voy a morir y os voy a hacer sufrir a todos. Me voy a morir sin poder disfrutar de mi felicidad. Me voy a morir sin ganas de morirme.” Y por eso tampoco comparto sus visitas a tanto médico, ni las terapias, ni las pastillas, ni adquiero hábitos saludables que me siento culpable de quebrantar. No comparto su necesidad de arrastrar a su dolor a aquellos que la rodean, de dolerse con ellos (no cuestiono si tiene o no derecho a quejarse. Yo me quejo, pero no soy yo el que saca la conversación, en este caso la ha sacado Marta Sanz, y me avergüenza la falta de motivos, la posible enfermedad del burgués que no tiene problemas y los busca —buena la aparición de Nietzsche—, la somatización de una felicidad no disfrutada, pero no siento miedo de incomprensión, de ser considerado frívolo, de admitir que las raíces de este dolor sea anímicas, aunque entiendo esos miedos), pero comparto su, para los dos culpable, gusto por ver como su pareja “se entristece y se desmorona conmigo” y comparto su molestia al ser preguntado y su sentimiento de que no ser preguntado sería aún peor. “He ido a tres o cuatro médicos de cabecera. A una aniñada neumóloga que me sugiere un tratamiento basal contra la ansiedad y a una cardióloga con pendientes de perlas que me dice: «La ansiedad no existe. Vaya a un reumatólogo». La farmacéutica me recomienda tratamientos osteopáticos, bolitas de azúcar, vitaminas y placebos. He ido al fisioterapeuta. Tengo el volante para un especialista en aparato digestivo. Guardo los teléfonos de un par de psiquiatras. He estado en mi ginecóloga. Me duele. Mi última esperanza es solicitar los servicios de un exorcista.” Me gustó la combinación de formas (leí en una entrevista que como metáfora de un cuerpo roto), me gustó su tono directo, desnudo, confesional, intimista, veraz, impúdico (me recordó a Ernaux) con el que me ha permitido conocerla un poquito y así gustarme aún más que hablara de mí. + Leer más |
La Caja de las Letras del Instituto Cervantes se abrió para recibir el legado «in memoriam» del escritor Max Aub, una de las principales figuras de la literatura española en el exilio, de manos de la presidenta de la Fundación Max Aub y nieta del autor, Teresa Álvarez, que estuvo acompañada por el director del Instituto Cervantes, Luis García Montero, y la escritora Marta Sanz, que ejerció como testigo de honor.
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