Juego y distracción

Si nos atenemos a la literalidad de lo leído, la historia es trivial: un joven rico americano, antes de regresar al sitio del que proviene y empezar su vida adulta, juega y se distrae en Francia con una linda muchacha con la que vivirá una gran historia de deseo y pasión que…

Pero esto no es todo, claro está, y puede que apenas sea nada al lado del lenguaje, la forma, el gran poder evocador de la prosa de este hombre que consigue eso que no está al alcance de muchos, que el libro sea uno distinto para cada lector, que el libro sea lo suficientemente sugerente como para que se amolde a eso que nos conmueve a cada uno. Y en eso que a mí me conmueve, este párrafo tiene especial relevancia:

"NADA DE ESTO ES CIERTO... Me limito a anotar detalles que absorbí, fragmentos capaces de desgarrarme el cuerpo. Es la historia de cosas que nunca existieron, aunque el menor asomo de duda al respecto, la mínima posibilidad, lo sume todo en tinieblas. Solo quiero que quien lea esto esté tan resignado como yo."

Nada es real, pero todo es verdad, la verdad del narrador, esa que él construye quizás únicamente a través de unos pocos detalles sobre personas en verdad reales. Después o seguidamente o al lado está la verdad que nosotros construimos en torno a este relato confuso, envuelto en una niebla que nos obliga a completarlo con fragmentos propios, esos que fueron capaces de desgarrarnos a nosotros mismos.

La sensación que todo el relato me transmitía era como la de estar atravesando el gran salón en el que acaba de celebrarse una gran fiesta, ya al final de la noche con todas las luces encendidas, en un paseo solitario en el que ando mirando a las parejas antiguas o recién estrenadas que se besuquean por los rincones idealizadas por mí en un “y comieron perdices” eterno. Una noche en la que había puesto mis mayores esperanzas y que culmino ahora dando puntapiés a los confetis que alfombran el suelo indignado por el destino que me hurta lo que me merezco tanto o más que todos esos comeperdices.

Así percibí al narrador durante toda la novela, dando puntapiés al confeti y compadeciéndose de él mismo al volver una y otra vez a encarnar en unos desconocidos (o no) una historia que parece haber marcado su vida.

“... oigo el sonido de los tacones de Annie, lentos, finos, cuando finalmente se encamina hacia la puerta, se detiene... Él llega después de pagar la cuenta y salen juntos a la calle. Solo en mi mesa (siempre imagino esta escena), observo cómo se vuelven, cruzan la sala abovedada y por fin se marchan. Amantes desconocidos. Se pierden en la ciudad. No volveré a verlos nunca. Estoy aquí sentado. Tardarán por lo menos diez minutos en servirme el postre. El camarero tendrá que venir, retirar el plato principal, tomar nota de mi pedido. “

Y qué bien supo transmitirme todo esto Salter... sobre todo si tenemos en cuenta que yo nunca he sentido algo ni parecido: soy de los que andaba besuqueándome por los rincones.