Soniarcr02 November 2022
Desde que Paquita me habló de Cozumel, la isla se adhirió a mi piel como un tatuaje. No podía desprenderme de ella, ni siquiera cuando mi labor de costurera requería mi máxima atención. Al despertar me asomaba a la ventana y, en lugar de las cuatro palmeras raquíticas que adornaban la avenida, veía enormes cocoteros brillando bajo el sol. Desayunaba bizcochos dorados como las arenas del mar y un zumo turquesa dulcísimo, mezcla de arándanos con papaya y otras frutas tropicales. En momentos nostálgicos arramplaba con todas las botellas de zumo disponibles en el supermercado y regresaba a casa, rauda como un leopardo, a llenar la bañera con el líquido azulado. A veces, incluso, sacaba a mis peces naranjas del acuario y los arrojaba al néctar de la bañera; algunos, pobres, perecían al instante y ascendían a la superficie, donde flotaban como nenúfares.
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