Una madre nunca muere hasta que su hija está preparada para despedirse y, desde luego, ella no lo estaba en absoluto.
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Una madre nunca muere hasta que su hija está preparada para despedirse y, desde luego, ella no lo estaba en absoluto.
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El arrepentimiento era una tortura, enloquecer dándole vueltas a algo que no tenía remedio. Arrepentirse era aovillarse en el suelo y esperar la muerta. A la vida se la espera de cara, con los errores detrás, nunca encima.
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—La religión ha provocado más muertes que cualquier enfermedad infecciosa —argumentó el subinspector—. Ninguna de las guerras que puedas recordar ha causado tantas bajas como las atrocidades que se han cometido en nombre de cualquier dios en cualquier época de la historia, incluso ahora. Sólo intento averiguar por qué.
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La falta de noticias son buenas noticias.
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No había dos cadáveres iguales y, sin embargo, la cara de la muerte siempre era la misma. Una sola guadaña para toda la humanidad, sin importar quién seas o de dónde vengas. Ella lo igualaba todo.
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—Querer es un verbo que a veces conjuga mal con la realidad. Querer no conlleva una acción, es solo una intención.
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Con Ribas aprendió que las órdenes son susceptibles de interpretación, que hay cosas que es necesario guardarse para uno mismo y que las puertas cerradas pueden dejar de estarlo si se sabe cómo abrirlas.
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Una boa constrictor muda de piel casi un centenar de veces a lo largo de sus veinte años de vida. Un ser humano quizá solo cambie una vez, pero a partir de ese momento será irreconocible, se convertirá en otra persona, alguien a quien se podrá amar u odiar, pero que jamás será el mismo.
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Lo de aguantarse las ganas de fumar era una tontería. No conseguiría dejarlo así. Primero, porque el sufrimiento injustificado y sin recompensa era una solemne estupidez. Y segundo y más importante, porque a día de hoy, fumar era el único placer que se permitía y no pensaba renunciar a él. Hacía mucho que beber dejó de ser un placer. Bebía por prescripción facultativa, la suya propia. Era su anestésico, su antibiótico, su vendaje comprensivo.
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Inspectora Marcela Pieldelobo. Treinta y cinco años. Divorciada, Sin hijos. Destinada en la comisaría de Pamplona desde hacía casi una década. Ninguno de aquellos datos decía nada sobre ella. Frías realidades que apenas raspaban la superficie. Letras y números en el documento de identidad. Nada más.
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10 negritos