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Crítica de BCCH


BCCH
21 October 2020
La poesía moderna aparece como inicio, o más bien como lo que antecede al inicio de la posmodernidad literaria. Deformando el texto, sacándolo de una lectura lineal, multiplicando los puntos de fuga, matando a la figura del autor, lo escrito se separa de los antiguos lazos filiales de creación individual; de la expresión de un individuo. La imagen de una cultura aristocrática, de una intelectualidad académica desaparece en un relato que se preocupa más por una cultura popular que por una alta cultura. O que, de diversas maneras, rompe con los ideales, considerándolos tan sólo utopía, mitología. En Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, se presenta precisamente esto: la muerte de una imagen mitológica, de la imagen de la gran madre de la poesía mexicana. El único poema existente en el mundo de Cesárea Tinajero, útero complejo de los real visceralistas, buscada por ellos, es un poema visual, sin palabras. Su imagen, se desvanece en el imaginario quimérico de una ninfa que carece de toda belleza poética.
La novela de Bolaño bien se puede leer como la instauración de un nuevo lenguaje, como discurso propio que no alude a un fondo previamente existente. Discurso propio pero no por ello con intenciones de conformar algo único. El relato, más bien se conforma como la afirmación de una nueva visualidad: lo que ocurre es la reinstalación de un lenguaje ajeno por medio de una proyección experimental. Alejada de los centros de significación de la modernidad, la novela se desarrolla como un juego con la multiplicidad de relatos que actúan a modo de confesión. La unidad del relato que el lector logra armar, el desarrollo de Ulises Lima y Arturo Belano, quienes nunca hablan directamente en primera persona, se conforma precisamente a través de la diversidad de voces ajenas.
El final, es un final abierto, o mejor dicho, la novela entera se constituye como una forma abierta, desde donde siempre se puede comenzar y por donde siempre se puede salir. Es el abandono de una cierta unicidad. Significante sin significado. “¿Qué hay detrás de la ventana?” (Bolaño; 609). La última ventana es una punteada, sus líneas no son contínuas, sino que siguen un camino entrecortado. ¿El desvanecimiento de los límites? ¿Una nueva configuración del espacio artístico? Quizás la afirmación de un lugar artístico que se hace invisible, como la obra de Cesárea Tinajero, que se le imposibilita al lector. Y la imagen de Cesárea misma, su traza, es la de una línea entrecortada, “como un fantasma, como la mujer invisible en que estaba a punto de convertirse” (Bolaño; 460).
La modernidad expresaba las creaciones de un saber más bien aristocrático. Su discurso se posicionaba como la hegemonía de una intelectualidad latente, que a través de una individualidad burguesa, hacía llamado a una trascendencia. Por su parte, la posmodernidad vuelve a los relatos más marginales. Arturo Belano y Ulises Lima, los detectives salvajes, son precisamente eso, personajes que encarnan las creaciones poéticas de una marginalidad. El recorrido de estos poetas errantes es el recorrido del azar. Porque las verdaderas navegaciones son azarosas. El azar afirma un cierto juego ideal, que sólo le da importancia al juego, y no al fin. La importancia del relato está precisamente en la búsqueda, porque el encuentro se desvanece en la remembranza de los antiguos anhelos. ¿Tiene Los detectives salvajes reglas preexistentes? Quizás sí, la del tiempo en el confesionario. Los veinte años de errancia.
Ciertos rasgos de modernidad se infiltran en el relato como historias narradas. Como la historia que Felipe Müller replica de la historia que le contó Arturo Belano, un cuento “un poquito sublime y un poquito siniestro. Como todo en el amor loco” (Bolaño; 426). Pero tal relato funciona casi de la misma manera en que actúa un copista, narrando un hecho ya relatado; tan sólo como copia, quizás como plagio. Ese es otro aspecto en que el espacio de la novela deviene un espacio otro. Como constatación de una falta de unicidad que se desarrolla de manera rizomática. Es decir, como la afirmación de que todo se puede unir con todo en un aplanamiento de antiguas jerarquías.
En un desvanecimiento de los límites, al salir de ese cuadrado cerrado, que se abre como un casillero desde donde todo surge y a donde se puede regresar, quien adquiere mayor importancia para una creación artística, no es más el propio creador, sino que el destinatario. Es lo que plantea Ronald Barthes respecto a “la muerte del autor”: el espacio de la escritura es uno que se debe recorrer y no atravesar; éste funciona en un devenir constante; el texto es un lugar de escrituras múltiples (en la novela, escritura que son relatos hablados) y el lugar que logra recoger esta multiplicidad es precisamente su lector. Lo mismo parece ocurrir con la crítica literaria, Iñaki Echavarne, con quien Belano se bate a duelo, lo menciona: “Durante un tiempo la Crítica acompañaba a la Obra, luego la Crítica se desvanece y son los Lectores quienes la acompañan” (Bolaño; 484). Constitución de una nueva área de creación. Por una parte, el acto de desvanecimiento de una escala valórica: la crítica, que es el juicio valórico de una obra, la que solía determinar su excelencia, se diluye. El turno es ahora del lector. Y ésta, la antigua marca de un triunfo, funciona ahora para él como una simple reseña o como metáfora de la lectura misma. Ahora bien, en cuanto al hecho del duelo que Belano tuvo con Iñaki, precisamente en relación a asuntos de crítica literaria, es este un nuevo atisbo de rasgos modernos que punzan el relato como pastiche. Si bien el duelo es un acto romántico de por sí, éste se desarrolla de manera simbólica, como un juego de remembranzas.

En la novela, todo pareciera ser medio en serio, medio en broma. Como si el juego fuera uno de los personajes. En el capítulo 23, todos los relatos terminan con una misma frase, que va evolucionando, o involucionando, o simplemente cambiando:

“Todo los que empieza como comedia acaba como tragedia (...) como tragicomedia (...) como comedia (...) como ejercicio criptográfico (...) como película de terror (...) como marcha triunfal ¿no? (...) como misterio (...) como un responso al vacío (...) como monólogo cómico, pero ya no nos reímos”. (Los detectives salvajes, capítulo 23).

“Como monólogo cómico, pero ya no nos reímos” (Bolaño; 500), ese es quizás un enunciado de lo que es, de cierto modo, la posmodernidad. En relación a una antigua ironía, que llamaba a recursos concretos para funcionar como objeto de sátira, lo que ocurre ahora es la constatación del fracaso de un estado de utopía, por eso ya no da risa, porque no es más que un chiste que se repite. Y en su repetición es que traspasa lo límites. No los cruza, los traspasa con posibilidad de retorno, dibujando así una nueva cartografía, la de un nuevo espacio que es más blanco que negro, más liso que estriado, donde todo se desliza en busca de nuevas direcciones.
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