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Crítica de Homolectus


Homolectus
17 May 2020
Dedico esta reseña a Ruth Castaño, mi profe de lengua castellana en la primaria y quien me presentó a tan brillante autor cuando nos leía Las brujas o Charlie y la fabrica de chocolates. Ella hace parte de esas piezas fundamentales sobre el asunto del porqué como libros y es mejor dejarme entrar a una tienda de ropa que a una librería.

¿Qué tienen en común el rey Alfonso de España, Sigmund Freud, Giacomo Puccini y Pablo Picasso? Que todos ellos ayudaron al tío Oswald Cornelius a amasar su fortuna. O por lo menos así lo plantea Roald Dahl en esta novela.

El libro es corto y de una narrativa bastante ágil. Comienza Con una corta introducción de parte del narrador, quien se anima a publicar otro extracto del diario de su tío Oswald —al parecer ya bastante conocido y famoso— y pronto le da paso a las lineas que su tío consignó en su diario durante cierta época de su vida, más precisamente en los años alrededor de la Primera Guerra Mundial. La historia tiene un tono jocoso bastante marcado en todo lado, pues si bien hay muchas cosas que solo se insinúan, es más que claro a lo que se hace referencia sin tener que entrar en muchos detalles o mencionarlo directamente. Esto es algo que me sorprendió bastante pues nunca había leído nada del autor de su obra para adultos, lo cual marca un gran paralelo entre ambos campos sin perder la esencia de su narrativa ni los detalles descriptivos de los que se basa en ambos campos.

Si bien es una historia bastante sencilla y pareciera más la aventura que puede contar cualquier amigo mientras se toma alguna cerveza en la banca de un parque, Dahl nos entrega una historia bastante bien datada y que por momentos me hizo detenerme en la lectura para entrar a Google y buscar algún dato o fecha en particular, porque llega un punto en donde es difícil saber si lo que se dice es parte de su historia o si efectivamente pasó en la fecha que dice el autor. En este caso siempre gana la realidad, pues al menos en los casos en los que tenía alguna duda, los eventos contados por Dahl resultaron ser ciertos. Un ejemplo de ello es la cantaridina, sobre la cual hay bastante información en internet y la cual ha sido usada por otros autores en sus escritos.

Una historia que por los acontecimientos que narra y en la forma en los que estos suceden, no demora en traerle a uno a la cabeza las aventuras vividas por Tom Sawyer o Huckleberry Finn. Una novela del siglo pasado que sin dudas tiene muchos de los elementos de la novela picaresca tan en boca del Siglo de oro de la literatura española. Y en este punto quiero hacer especial énfasis, pues la novela de Dahl tiene muchos de los elementos característicos del subgénero picaresco: un tinte te antihéroe del protagonista, la falsa autobiografía del personaje ficticio, la intención satírica de la historia y el contexto realista en el cual se enmarca esta; como ya lo señalé.

Creo que el principal pecado de Mi tío Oswald —lo digo netamente desde el punto de vista personal— es el asunto de que la historia que se nos narra a lo largo de 200 páginas, termina en NADA en las últimas 10: lleva al personaje al mismo punto donde ya estuvo tiempo atrás. Algo que siempre me ha molestado mucho cuando lo usan los autores a la hora de finalizar una historia y por lo cual era obvio que recordara a El temor de un hombre sabio. Ambas historias dejan al protagonista en un punto de la historia que ya se había narrado, donde ya había comenzado la historia y que deja la sensación de que lo que se cuenta es mentira, una invención de una noche de copas. Que mal recurso ese para darle final a una historia, es bajar el pico de emoción de mala manera.

Antes de escribir esta reseña, pero obvio luego de leer el libro, leí alguna que otra reseña que estaba en la web sobre el libro y me encontré con opiniones bastante divididas. Todas concuerdan en el tono de la historia y el hilo conductor de la misma. Lo que más me ha llamado la atención fue el hecho de tachar recalcitrantemente el libro de machista y todos los demás calificativos tan de moda hoy por hoy. Y con esto no quiero decir que no esté de acuerdo con que hay veces en que los comentarios son un poco pasados del autor, pero tampoco se nos debe olvidar que el libro fue escrito hace más de 40 años, que eran otros tiempos y que había muchos temas que daban risa, otros que todavía eran tabú; eso sumando al hecho de que la historia intenta situarse en una época mucho más anterior —hace ya 100 años— y que en ese tiempo las cosas eran todavía mucho más diferentes de como lo son hoy en día. Digo todo esto porque siempre he defendido el hecho de que cada autor es hijo —para bien y para mal— de su época, y que como lector es muy interesante hacer el ejercicio de leer una historia intentando entrar en la época que se intenta dibujar; aunque sea mucho más fácil juzgar un libro desde la "comodidad" del siglo XXI.

Fue genial ver los elementos que tanto identifican a Dahl y que tenía dentro de mí desde pequeño en una novela para un público adulto. Creo que pese a lo que ya comenté que no me gustó, es lo mejor que tiene el libro. Queda la tarea de explorar más escritos para adultos de él y otros autores que hayan andado por ambos campos, pues hacerlo es un gran reto.

Dato sin importancia para la reseña, pero que tengo que dejar en algún lugar escrito:
Cuando nuestro personaje, en medio de su empresa para ser un hombre rico junto a Yasmin conocen al famoso compositor Giacomo Puccini, este se encuentra en medio de la composición de la que sería su última ópera y que dejaría inconclusa en el momento de su muerte: Turandot —dentro de mis favoritas, para decirlo también—. La ópera fue estrenada el 25 de abril de 1926 en el Teatro de la Scala, Milán y el director de la noche del estreno fue Arturo Toscanini. En la mitad del acto tercero, dos compases luego de las palabras "Liú, poesía!", la orquesta se detuvo, Toscanini bajó la batuta, se volvió al público y dijo "Qui il Maestro finí" ("Aquí terminó el maestro") y terminó la función de estreno. Las representaciones posteriores, hasta nuestros días, incluyen el final compuesto por Franco Alfano encargado por el mismo hijo de Puccini luego de la muerte de su padre.
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