Debió llamarse Malvarrosa. Nombre elegido en homenaje a su madre, Malva Martina, y a su traslúcida abuela, Rosa Amparo. Sin embargo, por error del oficial del Registro Civil, o porque el insensato de su padre fue a inscribirla tan borracho que apenas podía farfullar palabra, terminó llamándose Malarrosa. Y si el nombre influye en el carácter y en el destino de un ser humano, como dicen los adivinos de la onomancia, entonces ella, que estaba predestinada a ser una niña feliz, un tanto crédula si se quiere, rozagante de hoyuelos como deben ser las Malvarrosas del
mundo, la sola letra desgajada de su nombre desarmó toda la trama y la convirtió en lo que realmente llegó a ser: una criatura arisca, tácita, solitaria, de grueso pelo negro y ojos color de espejismo.
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