Tenía cuarenta y tres años. Todos suyos, vividos, almacenados. Algunos los había cedido por inocente; otros los había guardado bajo llave por si la vida, en un descuido, se los restaba. Unos se le habían atragantado con amargura y otros de habían esfumado son darse cuenta, enlatados en rutinas que adormilaban a los
cerebros más despiertos. A otros tantos los había infravalorado, convencida de que en el futuro era lo que, en realidad, merecía la pena. Y luego estaban los disfrutados que, por dolor y miedo, no sé atrevía a recordar.