Mis ojos, tan lejos de mis oídos.
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Mis ojos, tan lejos de mis oídos.
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Dios está en su palacio de cristal. Quiero decir que llueve, Platero. Llueve. Y las últimas flores que el otoño dejó obstinadamente prendidas a sus ramas exangües, se cargan de diamantes. En cada diamante, un cielo, un palacio de cristal, un Dios.
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El fuego es el universo dentro de casa. Colorado e interminable, como la sangre de una herida del cuerpo, nos calienta y nos da hierro, con todas las memorias de la sangre.
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Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro. Lo dejo suelto y se va al prado y acaricia tibiamente, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas... Lo llamo dulcemente: ¿Platero?, y viene a mí con un trotecillo alegre, que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal...
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platero, entonces, rebuzna.
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El cielo azul, azul, azul, asaeteado de mis ojos en arrobamiento, se levanta sobre los almendros cargados, a sus ultimas glorias.
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Platero es pequeño, peludo y suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro [...]
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¡Tarde equívoca de abril!
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el sinfín del horizonte
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Este remanso, Platero, era mi corazón antes. Así me lo sentía, bellamente envenenado, en su soledad, de prodigiosas exuberancias detenidas... Cuando el amor humano lo hirió, abriéndole su dique, corrió la sangre corrompida, hasta dejarlo puro, limpio y fácil, como el arroyo de los Llanos, Platero, en la más abierta, dorada y caliente hora de abril.
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Marinero en tierra