Caen los cuerpos, caen los nuestros, caen siempre.
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Caen los cuerpos, caen los nuestros, caen siempre.
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Los dejo en la puerta de embarque, el M me da un beso suave en la boca y el argentino me regala un libro de poesía mendocina y yo me subo al carro y acelero sabiendo que necesito correr, que necesito ir a la cueva.
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Hubiera sido fácil leerlo como una metáfora y decir es la vida que cuando antendemos a su llamado nos chamusca. Es todo lo que nos alumbra para cegarnos. Es la pasión o quizá el poder, es lo público que ataca todo lo privado. Quiénes son las polillas: son los pueblos no contactados. Son los poetas en la vereda del tren. Es este óvulo que me duele, a punto de caer. Somos nosotros dos en ese instante [...].
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El dolor es absurdo, pero es un trabajo, me digo, en medio de la locura del cuerpo.
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Escribo para que, con el pasar del tiempo, mi lectura sobre todo esto no sea amarga e injusta. El embarazo es terrorífico, una se convierte en un ser monstruoso, pero es también de una placidez total, los sentidos tan aguzados. Comer sintiendo mucho gusto y conmoverme por el color hasta las lágrimas, el color que no cesa de venir hacia mí y de emocionarme. Soy, por otro lado, un recipiente al que le falta una sola gota, una gota y me desbordo. Difícil mantener la cordura.
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Ni siquiera siento que es un niño o una niña, son piedritas. Tengo una panza llena de piedras. Imagino, a veces, que son peces. Imagino que tengo una pecera. Imagino que tengo una funda de pan. Imagino que tengo un montoncito de gusanos. Imagino que es tierra, una panza llena de tierra, esa imagen es mi favorita.
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La pérdida se volvió la constatación de lo más temido. Yo, temerosa desde siempre, vivía la pérdida imposible con mi carne rota y la esperanza de la vuelta de ese amor seguro, encarnado en algún hombre y seguro también, del regreso de la tragedia inminente.
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Yo tenía miedo de volar (y el miedo actuó). ¿Será que a eso se reduce todo este dolor? Puerco dolor (es una compulsión, un imperativo moral pensar en voz alta, si lo escribo, todo estará bien: es el terror de no ser amada).
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Podría empezar por lo anecdótico: lloré tres días, esa afición mía por el llanto. Pero tampoco puedo decir que ese llanto era solo un llanto. Pudo haber sido el sonido pulcro de la fagocitación. De un dolor que se alimentaba de mí para ser otra cosa.
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[...] y yo sentí la soledad caerse sobre mí: golpearme los oídos, abrirme el pecho y penetrarme por los huecos y luego sentí el agua, el aluvión, el granizo salir por el lagrimal, por la nariz, y comenzar a inundar hasta asfixiar, hasta que lo mojado comenzó a tomarse todo y el cuerpo a volverse más y más pequeño, a disminuir. Cuando regresó yo ya había desaparecido y él abrazó un pedazo mojado de carne [...].
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Como agua para chocolate