Hablé con una de ellas y estaba aburrida de los yates, y aburrida de volar en avión, y aburrida de esquiar en Suiza durante la Navidad y aburrida de los brasileños.
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Hablé con una de ellas y estaba aburrida de los yates, y aburrida de volar en avión, y aburrida de esquiar en Suiza durante la Navidad y aburrida de los brasileños.
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Me sentía muy tranquila y muy vacía, como debe de sentirse el ojo de un tornado que se mueve con ruido sordo en medio del estrépito circundante.
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No tenía nada que ver conmigo, pero no podía evitar preguntarme qué se sentiría al ser quemado vivo de la cabeza a los pies.
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El problema era que odiaba la idea de servir a los hombres, en todos los sentidos. Quería dictar mis propias cartas apasionantes.
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Pensé que la cosa más hermosa del mundo debía ser la sombra, el millón de formas animadas y callejones sin salida de la sombra.
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- Neurótica, ¡ja!- solté una risa de desprecio-. Si es de neurótica querer a la vez dos cosas que se excluyen mutuamente, entonces soy una neurótica acabada. Iré volando sin parar entre cosas que se excluyan unas a otras el resto de mis días.
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Vi la vida ramificándose ante mí igual que la higuera verde del cuento. De la punta de cada rama, como un suculento higo morado, un futuro maravilloso me atraía y me tentaba. Un higo era un marido y un hogar feliz y niños, y otro higo era una poeta famosa, y otro higo una profesora brillante, y otro higo era E. G., la fantástica editora, y otro higo era Europa y África y Sudamérica, y otro higo era Constantin y Socrates y Attila y un pelotón de otros amantes con nombres curiosos y profesiones estrafalarias, y otro higo era una campeona olímpica de remo, y más allá y por encima de esos higos había muchos más que no acertaba a distinguir. Me vi sentada en la horcadura de esa higuera, muriendo de hambre solo porque no podía decidir cuál de los higos deseaba. Los quería todos, pero elegir uno significaba perder los demás, y mientras permanecía allí sentada, incapaz de decidirme, los higos empezaban a arrugarse y a ponerse negros, y uno por uno caían en el suelo a mis pies. |
no era capaz de sentir nada (…) en cualquier sitio estaría debajo de la misma campana de cristal, fermentándome en mi propio aire malsano. (…) El aire de la campana de cristal se espesó a mi alrededor y no pude moverme
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El silencio me deprimió. No era el silencio del silencio. Era mi propio silencio.
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Hasta entonces no había conocido a un hombre que odiara a las mujeres.
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Es un poema épico griego compuesto por 24 cantos, atribuido al poeta griego Homero. Narra la vuelta a casa, tras la guerra de Troya, del héroe griego Ulises