Me miraba con la fría desaprobación con que los gatos tratan a los siervos que se pretenden sus amos.
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Me miraba con la fría desaprobación con que los gatos tratan a los siervos que se pretenden sus amos.
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La conservaba aún, al fondo de un cajoncito. La releía de cuando en cuando. No me sentía igual que cuando la escribí pero no me avergonzaba aún lo suficiente como para destruirla. “Debí llevarla al parque y dársela”, me dije de pronto. “Debí dejarle esa incomodidad en vez de quedármela”. No le di la cartita, claro, porque siempre fui cobarde. Pero lo pensé. |
En el fondo, debo reconocer, mi miedo consistía más bien en que la cartita quedara allí para siempre, crucificada en el corcho como testigo de mi fracaso.
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El discurso amoroso se quedó inédito. Lo había completado, luego de varias sesiones, y lo había transcrito con sumo cuidado en unas hojas blancas que deposité en un sobre, blanco también, al que había colocado su nombre con letras recortadas de una revista.
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Tardé en recobrarme y, al fin, luego de una temporada de absoluto abatimiento, logré recluirla en una suerte de desván mental: el cuartito de los cachivaches sentimentales, al fondo de mi estantería de autoconmiseración, junto a la orfandad, los recuerdos del año que estuve enfermo y los otros. Y funcionó hasta el día en que me la topé (…) lista para torcerme la vida de nuevo. |
Lo siguiente es el temor, que no se va. Mientras no puedas constatar un final, es decir, la reaparición o muerte de quien buscas, todas las posibilidades están abiertas y todas son pésimas. Quieres pensar lo mejor y terminas, cada vez, en lo más bajo, en el escalón que te manda al charco de lodo. La esperanza de un regreso (que casi nunca sucede, que es un puro deseo de que en la vida haya magia, triunfo, justicia) alimenta el miedo con materiales más inflamables que las amenazas.
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Pensar muerto a alguien que te importa es peor que una patada en la entrepierna. Sobre todo cuando la idea te asalta de repente, cuando no has sido preparado por una enfermedad previa, una amenaza o miedo anterior, cuando no lo esperas y el golpe llega así, seco y frío.
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La primera reacción de alguien a quien le comunican una desaparición es no creerla. Uno se aferra a la esperanza de que haya un error, de que abriremos una puerta o marcaremos un teléfono y demostraremos que allí está el ausente, a salvo, que no hay peligro ni problema. La segunda, casi instantánea, es temer el peor de los finales.
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Cuando hablamos de instinto tendemos a hacerlo para atribuirle las peores características. Por instinto molestamos a los otros, por instinto acosamos, por él reaccionamos como cerdos cuando se espera que nos comportemos como ángeles. Pero, a cambio, por él somos capaces de sobrevivir. De tomar una silla, como un domador de fieras, e interponerla ante unas fauces abiertas. Por el instinto somos capaces de recobrarnos y sostenerle la mirada al predador.
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Los que fueron gigantes en nuestra infancia se reducen un día a simples viejitos, y aceptarlo es todo un reto.
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¿A quien baila Raquel en la fiesta en la casa de los hidalgo?