Al leer un libro con un título tan sumamente extravagante pueden pasar dos cosas: o te encanta o no lo entiendes. Pasa un poco lo mismo con Amélie, que la adoras o no la soportas. Afortunadamente, lo mío con ella fue un amor a primera lectura. Si con “Biografía del hambre”, la autora narraba toda su infancia y parte de su juventud centrándose en la idea de hambre como un apetito voraz hacia todas las cosas, en “Metafísica de los tubos” desgrana sus tres primeros años de vida. Pero no lo hace reconstruyendo su infancia sólo a base de recuerdos fidedignos, no. Lo hace poniéndose a ella misma como un Dios. O quizá debería hablar de Diosa. O quizá sería más correcto hablar de tubo. Cuando nace, es un ser que existe pero que carece de vida. Un ser en estado vegetativo que siente una total indiferencia hacia el mundo. El tubo no tenía mirada, por lo tanto no tenía vida. Se limitaba a deglutir, digerir y excretar, sin ser consciente de ello. Y cómo cuenta todo esto es jodidamente desternillante. Aunque a la vez tenga reflexiones tan lúcidas que hacen prescindibles a los mejores filósofos. Han de pasar dos años para que Amélie nazca, es decir, para que deje de ser un vegetal. Menos mal que existe el chocolate. Y al probarlo, ya no sólo es Dios, tubo, sino que además, es placer. Tenemos un ser definido por estos tres ejes que, por si no fuera suficiente, resulta que se obsesiona con las carpas. No, no las carpas donde la gente comete el error de casarse sino los osteíctios, los peces. A Amélie le dan pavor, sueña con ellas y se meten en su cerebro hasta la más absoluta repulsión. Y es que nuestras repulsiones nos definen más que nuestras pasiones. Porque en el fondo las carpas también son tubos. Pero es que todos los animales lo son, incluso las plantas están compuestas de pequeños tubitos. “La vida es ese tubo que engulle y que permanece vacío”, dice Amélie. No quisiera destripar el final pero creo que nunca jamás en una obra de autoficción, ficción biográfica o como quieran los críticos denominarlo, la autora hace lo que ocurre en el clímax de esta obra. Sólo diré, para los que hayan leído “Biografía del hambre”, que el agua está en el centro, o en algún lugar cercano al mismo, de la obra de Amélie Nothomb. “El agua debajo de mí, el agua encima de mí, el agua dentro de mí: yo era el agua”. Porque el monóxido de dihidrógeno le obsesiona, la conforma, le fascina, pero a la vez es el escenario de algunos de los momentos más traumáticos de sus obras biográficas. Y es que la vida es agua, y la vida comienza con la mirada. Y la mirada de Amélie ha hecho que sea mi autora favorita. Gracias. 🌸 |