Prohibido nacer

Pocas veces el título de un libro ha sido tan decisivo para que me entren unas ganas locas de leerlo. Y no me he equivocado.
Leer a Trevor Noah es como escuchar un monólogo extenso y entretenido en el que te indignas y te ríes a partes iguales. Casi puedes verlo subido a un escenario, con un foco apuntando a su cara, narrándonos una vida que no ha sido fácil pero que en algunas ocasiones, y gracias a su capacidad para ver solo el lado bueno de las cosas, ha sido hasta divertida.
Una vida que comenzó burlando una prohibición discriminatoria y absurda en el África del apartheid: dos personas de distinta raza no podían mantener relaciones sexuales. Pero las mantenían. Trevor es una prueba de ello. Las mantenían y nueve meses después llegaba a ese mundo segregado un nuevo ser que les recordaba constantemente que sus ideas no eran válidas. Prohibido nacer. Pues va a ser que no.
Él nació de una madre negra que hizo todo lo posible por enseñarle lo que era el mundo más allá de los guetos. Una mujer inteligente, independiente, trabajadora y feliz. A pesar de todo. A pesar de todos. Su madre jamás dedicó su tiempo a quejarse ni a sufrir. Lo dedicó a criar unos hijos que supieran que ellos, al margen del color de su piel, podían hacer grandes cosas.
Aun así, y desde muy pequeño, se acostumbró a no encajar. Ni con los blancos ni con los negros ni con la gente de color. Y eso fue precisamente lo que le hizo comprender que la única manera de sobrevivir en un lugar así era conocer la mentalidad de cada uno de esos grupos. Y mostrarse como uno de ellos. Sin colores y sin guetos: a base de palabras.
Tuvo que elegir y elegió. Eligió ser Trevor Noah y eso lo llevó, siguiendo los pasos de su madre, a vivir.