Podría leer. Podría levantarme. Podría dar un paseo. Pero nada es comparable a esta generosa mediocridad que contiene el mundo entero.
|
Podría leer. Podría levantarme. Podría dar un paseo. Pero nada es comparable a esta generosa mediocridad que contiene el mundo entero.
|
Uno no decide matar a un niño. Uno, como mucho, decide que aprieta los dientes o contrae los músculos. Que apunta a la cabeza o baja el cañón. Que abre la mano o mueve un poco el dedo índice. Nada más. Después las consecuencias llegan todas al mismo tiempo.
|
En otras palabras, Juan parece en vías de superar una zona de su antiguo conflicto, pero a condición de inaugurar entre nosotros uno nuevo. El cual confío que sea provisional, una especie de dolor-andamio.
|
No hay muchos consejos para darle a alguien que se ha quedado huérfano. Pero uno de ellos es evidente, y se lo dejo caer de vez en cuando: hace tiempo que Juan debería haberse mudado. Abandonar ese lugar y lo que representa, su mobiliario de memoria. Como define Bachelard, hay lugares que son un tiempo. Eso le ocurre a Juan: no cambia de lugar y su tiempo no transcurre.
|
El tiempo nos deja huérfanos. La música nos adopta.
|
Por mucho que un hijo recompense a sus padres, siempre habrá una deuda temblando de frío. He oído decir, yo mismo lo he repetido, que nadie pide nacer. Pero nacer por voluntad ajena nos compromete más: alguien nos ha hecho un regalo. Un regalo que, como es habitual, no habíamos pedido. La única manera coherente de rechazarlo sería suicidarse en el acto, sin la menor queja. Y nadie que acompaña a su madre renqueante, a su madre encogida a un hospital, pensaría en quitarse la vida. Lo que ella le ha regalado.
|
La proximidad de la muerte nos exprime de tal forma que seríamos capaces de olvidar nuestras convicciones, supurarlas igual que un líquido. ¿Es esa necesariamente una debilidad? Quizá sea una última fortaleza: llegar adonde nunca sospechamos que llegaríamos. La muerte multiplica la atención. Nos despierta dos veces.
|
Siempre he opinado que la ausencia de dios nos libera de un peso insoportable. Pero más de una vez, al entrar o salir de un hospital, he echado en falta la clemencia divina. Llenos de asientos, pasillos, jerarquías y ceremonias de espera, silenciosos en sus plantas superiores, los hospitales son lo más parecido a una catedral que podemos pisar los descreídos.
|
El recuerdo de la muerte nos hace conmovedoramente propensos al sí, y melancólicamente temerosos del no.
|
¿Por qué me gusta hacerme el muerto? ¿Se trata de una costumbre sádica, como lamentan los amigos o cónyuges más sensibles? ¿Por qué me fascina desde niño, y seguimos siendo niños, quedarme indefinidamente inmóvil, como una momia de mi propio futuro? ¿De dónde sale el agrio placer de asistir al cadáver que todavía no soy?
|
Como agua para chocolate