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Crítica de Paloma


Paloma
14 March 2019
"Por tal magnificencia, nuestra única reacción posible es la gratitud. Él fue el más grande de todos nosotros" - Salman Rushdie sobre Gabo.

”… que el pasado era mentira, que la memoria no tenía caminos de regreso, que toda primavera antigua era irrecuperable, y que el amor más desatinado y tenaz era de todos modos una verdad efímera”.

¿Qué puedo decir sobre mi libro favorito y qué puede aportar una reseña más sobre una de las mejores obras en el idioma español? Quizá muy poco; y algo solo para la memoria virtual en Babelio, tratando de dejar algún rastro de mis lecturas –de mis alegrías y decepciones- durante los últimos años.

Para mis amigos en la vida real no es ningún secreto que Gabriel García Márquez es y seguirá siendo mi escritor favorito y Cien Años de Soledad, mi libro de cabecera: único, mágico, una obra maestra de la literatura mundial, insuperable para mí no sólo por sus méritos literarios sino por la relación tan personal que establecí con él.

Desde aquella remota tarde del verano de 1995 en que comencé la primera de muchas lecturas de este libro, y hasta hoy, la historia de Macondo y de la familia Buendía han sido una parte fundamental de mi vida y de alguna manera considero que tuvieron algo que ver con mi deseo de escribir, de viajar, de descubrir distintos mundos a través de la literatura. Desde ese momento, cuando cursaba la secundaria, pasando por mis años universitarios y hasta mis últimos años en talleres de escritura– siempre he dedicado un espacio a Cien Años.

De esta manera, esta reseña es un escrito más en una serie de ensayos que he dedicado a esta obra, explorando temas como el significado de la soledad, la nostalgia, la historia de nuestro continente y la contundencia del escritor colombiano para construir imágenes literarias con un lenguaje tan concreto y a la vez tan mágico que perduran en la mente del lector años después, así como el recuerdo hereditario de Melquíades que José Arcadio le transmitió a su descendencia.

Creo que esas primeras exploraciones sin duda tuvieron un enfoque más académico pero, dejándome llevar por la generosidad del ensayo literario, me di muchas licencias para expresar mi admiración y todos los sentimientos que esta novela despertó en mí, a cada año, con cada relectura y sin disimular que ésta era para mí una de las mejores obras, insuperable en muchos sentidos.

Por otra parte, creo que vale la pena otra confesión en esta reseña ya de por sí más una memoria personal que crítica literaria: el inicio de mi relación con la saga macondiana no fue fácil. Pero creo que esto es algo natural, que nos pasa a todos durante el primer encuentro y que se ha dicho tanto: la repetición de nombres entre generaciones, la historia de cien años de una única familia, hace que el acercamiento inicial sea complejo. Las ediciones actuales contienen un árbol genealógico en las primeras páginas del libro pero mi ejemplar–que pedí a mis padres me compraran a los 12 años, si la memoria no me falla– de la Editorial Diana, tenía una portada en amarillo, con una imagen que ya no recuerdo bien, pero bastante simple, y la dedicatoria inicial de Gabo. Nada más para prepararnos a lo que este libro traería.

Había leído ya algo de García Márquez, en un libro de texto de la secundaria, para mi clase de español. El cuento era Espantos de Agosto y recuerdo que me impactó bastante porque tenía elementos fantásticos y de terror, género al que siempre había sido aficionada. A la esquina de la hoja, venía una pequeña semblanza del autor y se mencionaba que Cien Años de Soledad era su obra cumbre y que había recibido el Nobel. Apenas leí el título de la novela, supe que tenía que leerla –es evidente que desde siempre me ha dado un poco por la soledad y escenas y obras nostálgicas, y bastó el nombre solamente para afanarme en conseguir una copia.

Después de terminar esa primera lectura, me sentí muy confundida porque no había entendido gran cosa: no podía identificar a ningún personaje con claridad, salvo quizá a Úrsula y Melquiades, y el significado de la saga de los Buendía se me escapaba. Ciertamente, quizá en pleno inicio de la adolescencia me faltaba la madurez o el conocimiento para comprender una obra de esta magnitud. Lo bueno fue que no claudiqué. En aquella época en que no tenía tantos libros por leer y que no tenía prisa por gran cosa, dediqué mi tiempo a varias relecturas en los siguientes años, aprovechando las vacaciones o algún fin de semana para sumergirme de nuevo en Macondo, en sus inicios y desarrollo y hasta su final, y en donde el pasado se aferraba por sobrevivir. Me aferré y me dije a mi misma “el sentido de este libro no se me va a escapar”.

Me alegro de haber perseverado. Como se dice de las grandes obras –cada nueva lectura revela elementos, aristas, detalles, que antes no habíamos visto y de esta forma, descubrimos una y otra vez la novela, sin aburrirnos y al contrario, maravillándonos de la genialidad del autor. Esto hace un clásico y esto apunta hacia el extraordinario poder de la relectura. Hubo una tarde en que, simplemente, todo tuvo sentido: cada personaje, cada pasión silenciosa y obsesión, todo encajó perfectamente tanto en el libro como en mi mente y espíritu y supe que estaba ante una historia que me acompañaría siempre.

Asimismo, con el paso del tiempo, cada acción y actitud de los personajes ha ido teniendo más sentido para mí, como por ejemplo, la rivalidad entre Amaranta y Rebeca; la costumbre y la naturalidad de las manías en el amor conyugal; las obsesiones de la infancia que nos persiguen y no nos dejan jamás, como en el caso de Fernanda del Carpio. Todo es tan humano, tan cotidiano, pero a la vez tan espectacular, tan único, lo cual se debe únicamente al genio de García Márquez y a su maestría con el lenguaje. Porque no hay más.

Hace un par de años, comencé a preguntarme si mi amor por Gabo y su obra no rayaba en el fanatismo. Haciendo memoria, recuerdo que después de Cien Años, me dediqué también a leer toda novela a mi alcance –fue casi un año en que no leí nada más, porque no creía que hubiera algo que valiera la pena. Pronto salí de ese hechizo y por suerte comencé a explorar otros autores latinoamericanos, pero siempre conservé un afecto único hacia el escritor – al nivel que cumplí mi sueño de visitar Colombia en 2014 solo para conocer la tierra que le inspiró.

Lo cierto también es que, después de esta fase, hace casi unos diez años no volvía a leer la historia de los Buendía. Cada año me lo prometía, pero entre tantos libros no me daba la oportunidad. Y sin embargo, si releí otras de sus obras: El Amor en los Tiempos del Cólera, del Amor y Otros Demonios y sus memorias, Vivir para Contarla, que me revelaban una y otra vez al autor. Pero su obra cumbre, la posponía. Creo que tenía miedo de que, al reencontrarme con una obra tan querida para mí, el hechizo terminara; que tanta admiración hubiera sido un engaño de mi juventud o simplemente, que después de tantos libros leídos, mi opinión hubiera cambiado. En el fondo sabía que era prácticamente imposible, pero quizá igual que los terrores nocturnos e irracionales de los Buendía, temía que algo pasara. Y si algo cambiaba, no podría manejarlo. Así lo fui posponiendo, hasta hace unas semanas.

Como es evidente, no hay sorpresa alguna. Sé que no hay ni habrá nada qué temer, por las mismas razones por las que durante veinte años este libro ha sido mi favorito, una inspiración. Cien Años de Soledad era todo lo que recordaba y más, y en esta ocasión, y probablemente conforme he ido creciendo y aprendiendo, he sentido más afinidad con los personajes y la obsesión de la familia por el fin, por la soledad me parece cada vez más comprensible, conforme yo también he madurado. Esta vez, me estremecí reviviendo los últimos días del Coronel Aureliano Buendía, encerrando en su taller fabricando pescaditos de oro, ante su desilusión de tantas cosas del mundo; de la vida de Úrsula, que sobrevivió a todos sus hijos y por ende, los perdió a todos; y de las parrandas desenfrenadas de Aureliano José, que fueron de alguna manera para olvidar el peso y el futuro de ser un Buendía.

Gracias Gabo por haber escrito una historia tan extraordinaria que me llena completamente al leerla y por crear esas imágenes que conservaré siempre en mi memoria y que son parte ya de mi entrañable acervo literario, de mis sueños y tesoros y que ejemplifican el maravilloso arte de contar historias, que él logró como pocos: el galeón español en medio de la selva; la armadura oxidada del siglo XV con un relicario con un riso de mujer; las tardes de lecciones para tocar la pianola de Pietro Crespi a Rebeca y Amaranta; la niñez de Fernanda del Carpio en una mansión colonial; y los últimos días de Meme en un tenebroso hospital de Cracovia, pensando por siempre en Mauricio Babilonia.
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