La herencia de Eszter

Monólogo. Ese diálogo con tu otro yo, con el real o con el que trata de ser real. Un discurso que te das o el pensamiento que pones en voz alta (o través de letras) para dilucidar quien eres, que quieres, hacia dónde vas. Un monólogo que abre puertas y ventanas de una realidad a la que te tienes que enfrentar, bien sea para aceptar o justificar.

Eszter entra en escena con una vida llena de perdidas, con una vida de penas, de traiciones, de dolor, merecidas o inmerecidas, y todo por ser demasiado ingenua o demasiado inocente o demasiado cruel o demasiado humana. Hay una herencia, una casa en juego y un hombre, alguien ajeno al vínculo de sangre, pero presente a través de un vínculo emocional, reclama lo suyo, lo que tal vez le pertenece, lo que hizo propio a través de una vida matizada por la seducción y la distracción.

Dinámicas familiares extrañas, decisiones incomprensibles, devociones injustificadas, amor, amistad y mentira se conjugan y se convierten en los cimientos y sostienen los últimos ladrillos de un hogar, de una vida, de la herencia de Eszter.

Sándor Márai es para mí un avalancha de emociones, pero no de esas avalanchas que hacen ruido, no de esas que amenazan con grandes destrucciones, no, no es ese tipo de avalancha, es de esas que va creciendo poco a poco, silenciosa, no destruye, sino arrastra y a medida que ves cómo va creciendo, empiezas a tener miedo, a enojarte con ella, a odiarla, pero al final es tan persistente, tan grandiosa, que solo queda cerrar los ojos y dejarte arrastrar por esa avalancha existencial.