Cultiva la autosuficiencia y podrás instalarte en ella dondequiera que vayas.
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Cultiva la autosuficiencia y podrás instalarte en ella dondequiera que vayas.
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Así es el sabor de las penas: la dura piedrecita que debes llevar en la boca.
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Pero no había a dónde ir, el lugar donde en realidad deseaba estar era inalcanzable porque era el pasado.
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Lo que tienen esto de ser la pequeña es que siempre te hace parecer inferior. Hasta a ti misma.
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Anne había descubierto que no era posible vivir sin ningún consuelo, aunque sí se podía vivir sin la menor ilusión. Posible y quizá incluso necesario
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Esa es la singularidad de Charlotte: es capaz de hacerlo. Es tan tímida como cualquiera de ellas, sufre visiblemente la misma angustia al entrar en una sala llena de desconocidos, no es capaz de decir ninguna de esas refinadas naderías que Ellen Nussey manera con tanta soltura. Y, para colmo, es tremendamente consciente de su imagen, algo que no le sucede a Emily y que Anne ha aprendido a superar. Charlotte vuelve la cara par disimular la deformidad de la boca producida por un diente que sobresale demasiado y con eso sólo consigue parecer menos agraciada. Pero, a pesar de todo, lo hace: sigue adelante. Esta mañana ha negociado el alojamiento en la Chapter Coffee House y se ha quejado a la indiferente doncella, con firmeza aunque con rubor, de que no tenían agua para lavarse, y ella ha asegurado que antes debían pasar allí una noche; luego aborda a un transeúnte para preguntar por dónde se va a Cornhill. Seguramente Charlotte negaría que es valiente, porque no debe sentirse valiente. Pero actúa como si lo fuera. Y ahí reside el secreto del valor.
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(…) Emily deja caer a Branwell en un rincón, arranca de la cama la ropa humeante, la golpea y la pisotea y luego se va corriendo a por agua. Branwell, borracho perdido, se enrosca en el suelo como un perro en un cesto. Pasan sobre él y a su alrededor, limpiando y ordenando. Otra vez a limpiar cuando Branwell abre la boca y suelta un chorretón de vómito. Luego, por fin, sacudirlo un poco, convencerlo y llevarlo a la cama en volandas, colocándolo de lado en previsión de nuevos vómitos. Todo ello prácticamente en silencio, con susurros y gestos, para no inquietar a su padre, que se niega incluso a tener cortinas en las ventanas por su temor patológico al fuego. Se detienen en la puerta del dormitorio a dar un último repaso visual, cargadas con las hediondas sábanas y el cubo, desgreñadas y con las caras tiznadas, y es entonces cuando, de esa manera suya serena y solemne, Anne dice: —Vemos aquí a los celebrados Currer, Elis y Acton Bell relajándose en casa, disfrutando de su fama. Y les acomete una hilaridad tan desenfrenada y virulenta que tienen que morderse los labios y taparse la boca con los nudillos para precipitarse escaleras abajo, y al fin pueden dar rienda suelta a la risa: unas risotadas, relinchos y alaridos tales que cualquiera que las hubiera oído habría pensado que estaban llorando desconsoladamente. + Leer más |
—¿Entonces no quieres que lo que escribes agrade a los lectores? ¿Qué efecto pretendes causarles? Emily adopta su vieja pose de estar a la escucha y luego rompe a reír, como si una voz invisible le hubiera contado un chiste. —Pretendo enfurecerlos. |
—No he dicho nada desde que has subido al coche, Branwell. Ni una palabra. Branwell da otro sorbo; por su rostro pasan fugazmente toda clase de expresiones. —No te hagas la mártir. Además, cuando oigo un silencio reprobador, lo reconozco —suelta de pronto una carcajada atronadora—. Cuando lo oigo. Ay, señor. Como si el silencio se pudiera oír. «Sí, claro que se oye —piensa Anne—: es el ruido más estruendoso de todos» |
—¿Qué haces? —gimió Charlotte, sujetándola. Emily se lamió los nudillos. —Darme una razón para esto —dijo mientras las lágrimas, tan infrecuentes en ella, le bañaban la cara—. Es que… cuando te das cuenta de lo que le pides a la vida, que es poco, tan poco: una habitación tranquila, una pluma; tener cerca al puñado de personas que quieres; una puerta abierta para salir por ella; mirar el cielo; y ya está, nada más; y el hecho de que esto es pedir demasiado de este mundo. Eso te hace comprender que el mundo se valora muy alto, y qué hueca suena tanta fanfarria… qué hueca… |
Es un poema épico griego compuesto por 24 cantos, atribuido al poeta griego Homero. Narra la vuelta a casa, tras la guerra de Troya, del héroe griego Ulises