El funeral de Lolita

Se fijó en una veinteañera que leía “Cien años de soledad”. En un universo paralelo en el que su madre no hubiera muerto, o en el que Roberto no se hubiera acostado con ella, o en el que su padre no se hubiera matado, esa joven podría haber sido ella.
Pese a todo se alegró de no serlo.

¿Por qué alguien mayor desearía a una niña?
¿Por qué tú me deseas a mí si sabes que está mal?
¿Por qué al pensar en estas cosas siento que me quemo?

Escribir es complicado cuando solo quieres decir lo que tienes que esconder.

Qué idiota sería obligar al mundo a recordarnos si ni siquiera nosotros volveríamos a mirarnos a los ojos.

Si los humanos éramos capaces de pasar horas buscando un Airbnb que cumpliera las expectativas estéticas de nuestras redes sociales, ¿por qué luego dejábamos a nuestros muertos en escenarios tan feos?

La gente solía describirlo como un nudo en el estómago. Para Helena era una mala metáfora. Si tuviera una cuerda en la tripa, al menos podría tirar de ella para escapar a algún lugar lejano, o quizá deslizarse hacia dentro de sí misma y quedarse ahí escondida, a oscuras entre las vísceras, calentita y tranquila. Pero no estaba tranquila: aquello en su estómago aleteaba como una polilla alrededor de un fluorescente. Algo así coo el primer rugido del hambre. Como el estruendo del camión de la basura al irrumpir en la madrugada en una calle estrecha.

Lo que le incomodaba era esa intimidad. Esa cercanía. O quizá tuviera miedo a acomodarse. Estaba acostumbrada a perderlo todo. A dejarse llevar. A distraerse. Siempre era como si su vida la estuviera escribiendo otro.

En el ordenador del locutorio he buscado respuestas a esta enfermedad mía. He leído en internet que las niñas que aman a los viejos se llaman lolitas, y que las lolitas son perversas.

Si tuviera una cuerda en la tripa, al menos podría tirar de ella para escapar a algún lugar lejano, o quizá podría deslizarse hacia dentro de sí misma y quedarse ahí escondida, a oscuras entre las vísceras, calentita y tranquila.