Carmen

Estaba yo investigando biografías de Eugenia de Montijo que había encontrado en una librería de viejo y que me había llevado a casa, como si fueran tesoros, en uno de aquellos veranos interminables de la adolescencia cuando descubrí a Prosper Mérimée y a su Carmen.
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María Manuela Kirkpatrick, condesa de Montijo, camarera mayor de Isabel II y madre de Francisca y Eugenia, futuras duquesa de Alba y emperatriz de Francia, respectivamente, le contó a Merimée, en una de sus visitas a nuestro país, la historia de "aquel valentón de Málaga que había matado a su querida". de este relato de salón y de la insaciable curiosidad que el pueblo gitano despertaba en el autor, que le llevó a estudiar con detalle sus orígenes y costumbres, nació Carmen, una novela corta escrita en 184 y publicada dos años más tarde que, a su vez, serviría de inspiración para la ópera homónima de Bizet.
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En esta edición de lujo, ilustrada por Benjamin Lacombe, asistimos una vez más a la narración de la degradación de un hombre honrado a causa del amor brujo de una gitana es el tema central de la obra, pero la figura de su protagonista va mucho más allá. Carmen arrolla. Es pura vida. Y por eso, también es muerte. A través de su mirada descubrimos la vida de los gitanos del siglo XIX y cómo ellos veían a los inocentes y cándidos españolitos de a pie. Sensual y sexual, perversa en ocasiones, ardiente hasta en un infierno de hielo, Carmen es la sombra que todo lo envuelve, la eterna mantilla, un cielo negro, sin una sola estrella. Es el eterno tormento que roba el aliento, pero sin el que se vuelve imposible respirar.
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