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Puede que esa fuera la primavera en la que él le dijo de una vez por todas que no se casaría jamás con ella. No porque no la amara, sino porque no creía en el matrimonio. Sí, de acuerdo, en sus respectivos países de origen había costumbres inamovibles, pero la gracia de vivir en América era, precisamente, que allí había libertad para que dos personas pudieran hacer lo que les viniera en gana, ¿no?
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