Monteperdido

Raquel le chistó para que no hiciera ruido ni llamara a las niñas. «No te muevas», le dijo. El ciervo caminó hasta donde estaban sentadas. Hundía ligeramente sus pezuñas en la nieve. El sol le daba a su pelo un tinte cobrizo. Le parecía más alto que ningún otro ciervo que hubiera visto antes. Un gigante. Cuando estaba a sólo unos metros, Raquel cerró los ojos de nuevo. Lo imaginó pasando a unos centímetros de ella, deteniéndose un instante para mirarla, para olerla. Pudo sentir su aliento. Como si fuera la respiración de ese pueblo, de esas montañas.
Cuando volvió a abrir los ojos, el ciervo ya no estaba.
Las niñas se lanzaban bolas de nieve entre risas.
Supo que esa imagen se quedaría grabada en su memoria.
Que, con el tiempo, volvería a buscarla en sus recuerdos, como el que busca la protección del hogar.

El animal más peligroso es un hombre solo.

Tenemos que olvidar algunas cosas para seguir viviendo.

De eso trata la vida: de intentarlo.

Perdedora muchas veces, pero nunca derrotada.

Todos necesitamos un lugar adonde ir. Aunque ese lugar nos haga daño. Aunque el mar que nos espera sea un mar muerto.

Los animales no hacen más que devolverte lo que tú les das.

Las buenas noticias siempre son fáciles de contar.

En realidad, no lloramos por los muertos. Siempre lloramos por los que quedan vivos.

Me da igual cómo hemos llegado hasta aquí. Lo único que me importa es dónde estamos.