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En las memorias de Concha Méndez aparece un poema de la autora que empieza diciendo «Al nacer cada mañana / me pongo un corazón nuevo / que me entra por la ventana». La primera vez que lo leí pensé que era un canto a la vida bellísimo; la segunda vez, pensé en Gaite. Siempre que abro uno de los libros de la salmantina siento justo eso, me parece estar leyendo a una persona que debió de sentir un amor inmenso —así, en general—, que debió mirar todo con los ojos curiosos de quien sabe encontrar en cada cosa que le ocurre una historia para contar. Siento estar leyendo, en definitiva, a una mujer que nació para escribir. Ya hace un tiempo que acabé Entre visillos, la novela con la que ganó el Premio Nadal en 1957, y aun así hay momentos que todavía no se me han ido de la cabeza. Entrar a la novela fue como si alguien gritara ¡acción! y las calles de una pequeña ciudad en los años 50 empezaran a llenarse de gente, con risas y ruido de fondo, fue como si entre toda la música de feria naciera de repente una voz en off encargada de ir contando las historias de algunas de esas personas —en su mayoría, mujeres— hasta hace poco desconocidas para nosotros, personas que en ocasiones cogerán el relevo para hablar desde su propia voz, a través de sus diarios, sus cartas o su memoria, con el único fin de relatar sus vidas, atravesadas por la pérdida y el consiguiente peso del luto, por el recuerdo, la rutina, las ganas de ver mundo, prosperar, de estudiar; vidas, en definitiva, marcadas por el deseo, en la mayoría de los casos, de salirse de los esquemas establecidos, marcadas por el (in)conformismo. No es que recomiende leer Entre visillos, que también, es que recomiendo leer a Gaite: más que por sus argumentos, a mí me gustan sus historias porque me gusta que me cuente, que me arrope con esa mirada suya tan especial. Su escritura es uno de esos lugares seguros que hacen que leerla sea un lujo: no importa qué, no importa cómo, no importa cuándo. Como decía la propia Carmiña: quien tiene un poco de vida interior no puede aburrirse. Y qué amplia y bella debió de ser la suya. |
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