Gabriela lo miró, vestido con un pantalón vaquero negro y una cazadora de cuero. Parecía amenazador, como el Ángel que llevaba tatuado en la espalda, pero su rostro era dulce y tranquilo. Y ella finalmente se dejó llevar, y contó lo que nunca antes había contado a nadie. Cogió su mano y dejó que él la abrazara. Entre sus brazos aspiró el aroma a cuero y comenzó a hablar, y mientras lo hacía empapó su pecho de lágrimas de dolor contenido y de culpa soportada.
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